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Juan Tallón

Llévame la contraria

Cuando no te gusta nada, y es raro que coincidas con opiniones ajenas –siempre equivocadas, por otra parte–, se hace imposible el descanso. Llevar la contraria, porque es tu naturaleza, consume las 24 o 25 horas del día. Todo va bien, y de pronto estás razonando sobre por qué es mejor no mover un poco el sofá a la derecha, o no echar tanta sal a la comida, o no escuchar tal birria de música, o no aparcar el coche de morro. En los peores momentos, aunque te encuentres solo, y alrededor reine el silencio, en tu cabeza se desata un huracán en el que das vueltas a qué responderás si alguien dice algo, no sabes el qué, pero seguramente erróneo o descabellado. Llevar la contraria es superior a ciertas personas. No lo pueden evitar. En realidad, ni se dan cuenta de que lo refutan todo. Solo les desconcertaría la coincidencia. Son gilipollas, digamos, y no quieren saberlo. No ven que resultan repelentes y odiosas y que a menudo están rodeadas de belleza atesorada por otros.

Por supuesto, necesitamos llevar razón de vez en cuando y acalorarnos y, si tenemos mangas, remangarnos. La razón es un sueño irrenunciable, prehistórico. Por qué no discutir, si todos los verbos están llamados a mover el mundo hacia delante. La razón es la razón, y la queremos; eso lo entiende cualquiera. Además, no hay nada que entender. Si la conquistamos sin esfuerzo tenderemos a pensar que no posee valor. La vida se renueva ante un desencuentro. La razón sin batalla previa vale poquísimo. Padece de movimiento perpetuo. Pasa de unas manos a otras, huye, regresa, va y viene. No nacimos para decir fácilmente “qué razón tienes y qué equivocado estoy yo”.

“Llevar la contraria es superior a ciertas personas. No lo pueden evitar. En realidad, ni se dan cuenta de que lo refutan todo”

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Pero de vez en cuando conviene dejarla pasar de largo, matarla con la indiferencia, que se la apropie otro y que reviente. Sin razón también se vive. Hace años leí un relato en el que delegaciones diplomáticas de dos países enfrentados se reunían a negociar. En el primer encuentro se saludaban circunspectas, engreídas, y ambas infalibles. Durante semanas no había acercamientos. Pero un día, a mitad de reunión, alguien dejó caer: “¿Un porrito?”. Fue el inesperado punto de inflexión. A partir de ahí, otro se aflojó la corbata, otro dijo “qué puto coñazo todo”, otro ofreció unos chicles. No tardaron en diluirse las diferencias insalvables. A lo largo de las semanas siguientes, con las delegaciones dispuestas al fin a escucharse, incluso a dejarse convencer por un buen argumento, acercaron posiciones misteriosamente. La receptividad produjo al cabo del tiempo un inesperado efecto, lo nunca visto: cada una de las partes asumió las posiciones rivales, de modo que al final del relato estaban como al principio, alejados.

La razón esclaviza, sienta un precedente, y cuando más adelante por un casual no la tienes, o te la niegan, sufres el estigma de ser el que se equivocó. Nadie te tachará de genio, aunque los genios que ya hay no tienen ni zorra idea de nada, al contrario que tú, que lo sabes todo, por supuesto.

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