A estas alturas, y visto lo visto, algunos de los más radicales hooligans del gobierno que preside el señor Sánchez podrán seguir manejando el argumento de que la oposición no hace más que estorbar y es desleal, pero ya no queda casi nadie que en el fondo se lo crea. Primero porque es obvio que el de hoy ya no es el PP de don Pablo Casado y, segundo, porque ya van al menos dos ocasiones en que su sucesor ha ofrecido pactos de Estado concretos y recibido no la callada por respuesta, que ya es faltar a las formas del sistema –siempre algo a cuidar– sino con insultos y caricaturas trasnochadas durante unas declaraciones del presidente en una televisión propicia. Y eso es el colmo.

El señor Feijóo, que ahora comanda el principal partido de la oposición, y al que todas las encuestas, quizá precipitadas, señalan claro favorito para las generales de 2023, corre ahora el riesgo de que su estrategia de moderación y búsqueda de acuerdos y opciones que liberen al Gobierno de las cadenas de la extrema izquierda –y alejen al país del precipicio económico–, sea percibida por sus nuevos votantes como debilidad, ante la actitud de don Pedro. Un riesgo que, no es casi preciso mencionarlo, puede venir de su derecha, defensora de no darle a este gabinete ni agua, y menos aún la menor oportunidad de recuperar el aliento. Y no es solo opinión: es ahora mismo la posición de Vox.

Mientras, en Galicia, se abre un horizonte –en todo caso lejano– en el que en los asuntos “de país”, el PPdeG pueda llegar a algún tipo de entente, pero antes con el PSdeG-PSOE –cuyo ejercicio opositor se parece más al del expresidente de la Xunta que al de la portavoz nacional del BNG– por su templanza, no exenta de la critica rigurosa que es lógica en una izquierda socialdemócrata a la europea. Su secretario general, don Valentín González Formoso, es consciente del riesgo, pero también de que en Galicia la moderación suma más votos que el estrépito, y que su batalla principal cara a las elecciones que vienen no es solo frente al PP sino también y quizá sobre todo, ante el BNG, que le supera ya a nivel autonómico y amenaza su hegemonía local.

En ese marco, el papel de los populares parece claro: reivindicar soluciones para los graves problemas de este Reino e insistir en ofertas de diálogo y, caso de negativa, no tendrá que explicarla el presidente Rueda, sino sus adversarios. Entre otras razones porque, ciertamente, ese es su deber, pero también porque en las municipales que vienen esa disposición puede dar fruto, ya que las cuestiones que la Xunta reclama tienen mucho que ver con la realidad actual gallega. Y en mayo, al PPdeG le bastaría con recuperar el gobierno de alguna ciudad y ya ni se diga una diputación actualmente en entredicho.

Los objetivos serían dos sobre todo. Uno, demostrar que el relevo en su cúspide no ha afectado a la eficacia organizativa y, en el segundo, romper la apariencia de que hay quien, más o menos en la sombra, decide los destinos finales del centro/derecha en Galicia. Y por eso las quejas del señor Rueda Valenzuela, aunque suenen reiteradas con respecto a etapas anteriores, servirían, si no hay un arreglo en tiempo razonable –por ejemplo en el asunto de la interrupción en la A-6–, para remachar algo que los gallegos empiezan a tener claro: que este gobierno los maltrata. Y que deben demostrar su rechazo en la primera ocasión para ver si eso pone remedio a los males. Solo queda esperar y ver.