En una Tercera de “ABC”, publicada el 14 de enero de 2012, titulada “La vida como préstamo”, sostengo que nacer supone recibir una especie de préstamo de vida en el que cada uno de nosotros es el deudor principal: el que recibe el préstamo y el que, por eso mismo, pasado cierto tiempo tiene que devolverlo. Lo realmente sorprendente es que siendo cada uno de nosotros uno de los sujetos fundamentales de la operación, no tenemos la más mínima intervención en dos momentos esenciales de la misma: se nos da la vida sin haberla pedido y nos obligan a entregarla en otro momento posterior que también se escapa, aunque no enteramente (en lo de morir, siempre cabe la posibilidad de anticipar, si queremos, la devolución de la vida), al ámbito de nuestra voluntad.

Otra llamativa singularidad del préstamo de vida es que quienes nos dan la existencia y consiguientemente el préstamo, nuestros progenitores, no son aquellos a los que tenemos que devolvérselo (en el préstamo de dinero el prestamista o sujeto que presta es el mismo al que hay que devolvérselo). En el préstamo de vida, en cambio, las cosas son distintas. Nacemos gracias a nuestros padres, pero cuando morimos no es a ellos a los que les entregamos la vida. Al menos racionalmente, no sabemos a quién le devolvemos nuestro último aliento. La vida supone, por tanto, tener prestado algo que no pedimos, la existencia; que es nuestra desde que la recibimos; que no podemos intervenir en su configuración y que habremos de reembolsar, en su día, a alguien distinto de aquel que nos la prestó.

Aunque solo han pasado diez años desde que publiqué esta reflexión, no ha dejado de rondar por mi cabeza lo relativo al binomio de la vida y la muerte. Pero lo que realmente me ha ocupado es el momento del vencimiento. A vivir te vas haciendo día a día. A lo que no acabas de acostumbrarte es a que tu existencia va a tener un final indefectible. Y si hoy vuelvo sobre este punto, no es porque sienta cercano el momento en el que habré de devolver la vida, sino porque es algo que no ha dejado de ocupar mis pensamientos.

Y me preocupa porque el fin de la vida, que es el momento en el que devolvemos el préstamo, es un suceso certus an, e incertus quando; esto es, hay certeza de que llegará, pero incertidumbre sobre cuándo. Pues bien, cuando se dan a la vez en un hecho futuro estas dos características, el ánimo se ve invadido por una inquietante zozobra, que turba el sosiego con el que debemos encarar la existencia, la cual se encuentre indefectiblemente amenazada por un riesgo que se sabe que llegará, aunque no cuándo.

Por eso, lo normal es que la casi generalidad de los humanos le tengamos miedo a la muerte, aunque lo ocultemos. Una manera de afrontar el pánico que nos produce es escribir sobre ella porque uno puede llegar a ser todo lo valiente que quiera con las palabras. Esto fue lo que hice yo, a principios de agosto de 2001, cuando tras el fallecimiento de mi madre escribí envalentonado, entre otras cosas: “Dicen que eres traicionera. Pero no estoy muy seguro de que lo seas. Porque todos saben que vendrás. Sobre esto no hay duda. Y donde hay certeza, apenas queda espacio para la traición. Tal vez se quiere decir que, a veces, te presentas inesperadamente. Pero que te espere o no el elegido, o los que todavía se quedan, no es cosa tuya, sino de ellos”.

"A vivir te vas haciendo día a día. A lo que no acabas de acostumbrarte es a que tu existencia va a tener un final indefectible"

Añadía: “Se dice que tienes una voracidad sin límites. Que te vale cualquier vida y que has de llevarte todas. Que, en tu orden, no haces distingos. Que no te atienes a lo que haya durado cada vida, ni a cómo se haya aprovechado. Que te mueves por un único criterio: el de poner fin indefectiblemente a todo lo que vive. Y que, en suma, eres la prueba irrefutable de que la vida es un préstamo de tiempo, que vence de un modo inexorable y que ha de devolverse sin remedio”.

Y concluía: “Hoy, a pesar de haber estado tan próximos, tampoco yo he podido verte. Y eso que estuve muy atento cuando se extinguió el último suspiro de la vida que velaba. Pero solo pude ver que esa vida simplemente dejó de ser, que no vino nada en su lugar. Por tal razón, he llegado a preguntarme si de verdad eres algo o solamente su ausencia. Y, por fin, he encontrado una respuesta: no existes, solo representas el punto final de cada existencia. Por eso, no te podemos ver. Porque te solapas con el último suspiro de la vida. Por todo ello, cuando llegue mi momento, y haya cumplido ampliamente mi tarea de vivir, te esperaré, sin miedo, al borde del camino. Pero no por ser valiente, sino porque no se debe temer a algo que no existe, que es simplemente la ausencia de la fuerza sustancial que hemos tenido.”

Prueba de que no es cierto que haya perdido el miedo a morir es que vuelvo hoy sobre el final de la vida para tratar de apaciguar mi ánimo. Y lo hago con estos pensamientos de Gibran Khalil Gibran escritos en El Profeta: “Por lo tanto, ¿qué es morir sino exponerse, desnudo, a los vientos y a disolverse en el sol? ¿Y qué es cesar de respirar sino liberar al aliento de sus mares agitados, a fin de que se levante y se expanda y busque a Dios libremente?”.