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El resultado electoral de Moreno Bonilla en Andalucía, como el de Díaz Ayuso en Madrid, más que una victoria de un partido político, que sin duda lo es, representa una bocanada de aire fresco en el acartonado rostro de una sociedad que empezaba a digerir, no sin cierta claudicación, que España volvía a adentrarse en uno de sus cíclicos agujeros negros de los que ni siquiera el bueno de Stephen Hawking supo dar cuenta. Y, estoy por apostar, que no por falta de empeño. No olvidemos que hasta su propia vida fue un reto permanente, pero con esto no pudo; la ciencia tiene sus límites y nunca ha sido fácil a un inglés, aunque sea de Oxford, desentrañar nuestras razones, como pudieron comprobar Enrique VIII y sus herederos en la fe. Hasta el mismísimo Nelson tuvo que pagar con la vida su falta de intuición sobre los arrestos de nuestros abuelos. Pese a ello, sus paisanos lo tienen en la cima de una esbelta columna en la céntrica Plaza de Trafalgar; a nuestros héroes los arrinconamos en el desván de la historia. Que así somos. Y eso que alguno, como Juan Sebastián Elcano, eran de izquierdas…

Pero volviendo al dato y a la luz de la imprudencia que rige el momento, hay quienes obstinan su encono en elevar al más rancio e indeseable altar de la política esa irreductible dicotomía izquierda-derecha, como si el alma de las personas dependiese del lugar en que se sientan en un parlamento desde la Revolución Francesa, en un ayuntamiento o en la asamblea de la comunidad de vecinos.

Para estos reduccionistas, serán de izquierda quienes tengan como objetivo prioritario crear un sistema de bienestar social en el que todos los ciudadanos, sin distinción, se sientan amparados por los recursos que el Estado ha de poner a su servicio. Y, por el contrario, serán de derecha los que pretendan fundamentalmente asistir al individuo, en cuanto unidad esencial, y favorecer así su iniciativa en una sociedad de libre mercado, con una intervención del Estado meramente subsidiaria. Esas malvadas políticas neoliberales, como dirían algunos próceres de la vida pública. No pocas veces desde un coche oficial, para desolación de sus chasqueados gobernados.

La verdadera dimensión de lo conseguido por estos mandatarios no reside tanto en la particular victoria electoral, con ser importante, como en haber dejado en calzas prietas y con las vergüenzas al sol a quienes se afanan cada día por ahondar en la división y el odioso enfrentamiento social: los nuestros serán siempre los buenos; los demás, los malos; sean rojos, verdes, azules, blancos o arcoíris. Como decía el pelotero Bilardo, corneando la razón y el buen juicio que siempre cabe esperar de un personaje público, los colorados son los nuestros, al enemigo ni agua.

“La verdadera preocupación no está en tirarse al monte abrazados a lemas y estandartes, sino en poder llegar a fin de mes con la luz encendida”

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Moreno y Ayuso, como antes Feijóo en Galicia, han sabido entender que más allá de las particulares veleidades doctrinales, que a todos debe picar una cierta y saludable inquietud, el verdadero interés de los ciudadanos, de las gentes de a pie, no está en cambiar a Franco de nicho, en denigrar el turismo como fuente de riqueza y vida, en hundir a nuestros ganaderos o descoyuntar las relaciones políticas y económicas con países a los que hemos estado unidos por una tradicional y bien labrada relación de amistad. La verdadera preocupación de andaluces y madrileños, como la de todos quienes aquí se juegan el garbanzo, no está en tirarse al monte abrazados a lemas y estandartes, sino en poder llegar a fin de mes con la luz encendida, en llevar un sustento a sus familias, en facilitar a los hijos una formación adecuada en una sociedad cada vez más exigente y competitiva, en no encontrarse el lunes con la puerta del puesto de trabajo cerrada, en impedir que esa paz social que tanto esfuerzo ha costado a tantos, y que ha permitido a España avanzar como jamás soñaron nuestros padres y abuelos, no sea dinamitada por los epígonos de la desolación y la pobreza. En definitiva, poder recorrer el camino que el destino encomienda a cada uno con una cierta dignidad y una justa solvencia, en un país que cree riqueza y que no tenga que repartir la pobreza. ¿Es que acaso son estas inquietudes patrimonio exclusivo de izquierdas o derechas? ¿Es que no todos vivimos, respiramos, comemos, nos divertimos, lloramos y hasta nos cabreamos?

El mérito de estos gobernantes reside por tanto en haber sabido convocar a sus ciudadanos a un pacto tácito, en el que la confianza electoral va a ser correspondida por una eficaz gestión de los recursos públicos, ordenados siempre para resolver sus problemas y no para crearles todavía más. Esa es la verdadera razón por la que han concitado tanta confianza: porque han mirado a los ojos a la gente y les han dicho, sin apriorismos falaces ni doctrinas sectarias y excluyentes, que empeñarían sus capacidades en mejorar sus vidas. Y que además lo harían con honradez y honestidad. ¿Es esto una garantía de éxito? En absoluto. Pero en una sociedad harta de tanta palabra hueca, de tanto recurso al dogma, de tanta imposición doctrinal, de tan frecuente exclusión de la razón, los ciudadanos se han encontrado con quienes les hablan a ellos como ellos hablan a sus propios hijos, y además sin recurrir al manual del partido.

Con todo, se me antoja que el verdadero triunfador en estas elecciones es el propio ciudadano porque, además de hacerse oír alto y claro, reivindica para sí la voluntad y decisión de continuar siendo dueño de su propio destino. Sin intermediaros ni franquicias.

Y a los partidos políticos recomendaría darse un garbeo por la historia y recordar aquel famoso juramento de las Cortes de Aragón: “Nos, Que valemos tanto como Vos, E que juntos valemos más que Vos, os facemos Rei, Si guardais nuestros fueros y libertades. E si non, Non”.

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