Cuando era pequeño en Vigo, mi ciudad, los pasos de cebra eran una entelequia. Cruzábamos por donde podíamos. Recuerdo que a los tres o cuatro años para ir por primera vez al colegio, situado enfrente de mi casa en una calle transitada por tranvías en ambas direcciones, mi madre salió al balcón, y desde su amplia perspectiva me dijo: “ahora” y yo, raudo y veloz corrí hacia la otra acera. Este protocolo se repitió durante más o menos una semana. Después de diversas instrucciones sobre la necesidad de no distraerse en esta operación, mirar hacia los lados varias veces, primero a la izquierda y luego a la derecha, quedó ratificado que ya sabía cruzar de acera, sin paso cebra. A pesar de que mi madre, cada vez que salíamos de casa repetía siempre la sonatina: “mirar a los lados antes de cruzar”, sabía que habíamos obtenido nuestro doctorado en cruce de calles y se sentía tranquila y orgullosa. Nos había dotado de una herramienta básica asociada a la palabra “urbanidad” que, impartida tanto en la casa como en el cole, consistía en ir consiguiendo habilidades en cosas tan simples como ser responsables para cruzar de acera evitando el peligro y así hacernos desde tan corta edad seres urbanos autónomos, practicantes y de derecho.

El Colegio Alemán era el único lugar donde los niños cruzaban tutorizados. Un chico uniformado con gorro de plato detenía el tráfico. En los demás colegios nos buscábamos la vida como podíamos.

En esa época las cosas que se movían sonaban y eran detectadas de inmediato por nuestros pabellones auriculares de modo que era difícil ignorar la llegada de un tranvía, una moto o un camión. Hoy sería otro cantar. Desde la irrupción de los walkman y trebellos posteriores –una bendición para los amantes de la música consumida de forma autónoma en cualquier momento y lugar–, el aislamiento acústico de sus usuarios ha debilitado esa vigilia constante a la hora de atravesar una calzada y, con la llegada de los smartphones, además se suma la atención visual al dispositivo cosa que complica el tema a nivel de riesgo vial por distracciones.

Puede que tengamos que volver a implementar en los cursos más iniciáticos aquella asignatura de urbanidad que ayudaba a aprender a cruzar las calles sin distracción, pero también a ceder el asiento del autobús a una persona en avanzado estado de gestación, a alguien mayor que lo necesitaba o a cualquier ser humano que, más allá de su edad cronológica, presentara a simple vista un problema de movilidad.

Digo esto porque hace unos días en las pétreas escaleras de la estación de ferrocarril de Santiago me encontré a mitad de la escalinata con una señora que trataba de subir una gran maleta. A su lado pasaban muchas personas absortas. Unas en sus auriculares, otras consultando el móvil y algunas distraídas ensimismadas en sus vidas y pensamientos. En aquel discurrir intergeneracional, aunque no había mala intención, nadie se percataba del ser humano mayor que trataba, con poco éxito, de mover aquel enorme bulto por la escarpada cima. Me acerqué y le dije: “¿señora, le echo una mano?” y me contestó: “gracias, pensé que no llegaba, mi cabeza cree que tengo veinte años. Ya me lo dicen mis hijos...” La maleta no sé lo que llevaba dentro, pero me costó Dios y ayuda subirla hasta el final. Al despedirme me dio las gracias y le pregunté, ¿cuántos años tienes? Respondió: sesenta y ocho. Y tú, me dijo: “yo setenta, ya ves que la vida es complicada. Menos mal que los dos cursamos urbanidad”. Y nos echamos unas risas.