A estas alturas, y sobre las “herencias” que se dejan los gobiernos entre sí, es preciso reconocer que la mayor parte de las sucesiones se ha convertido en polémicas continuadas. Dicho en plata, si el que se va deja dinero en caja, el que llega denuncia que es poco o que no se ha sabido gastar; y si el que viene encuentra déficit, pone el grito en el cielo y llama al saliente de todo menos bonito, pero más frecuentemente “mal gestor”, “derrochador”, o ambos. Y así ha sido hasta la llegada al universo político, y a la atención general, lo municipal. En principio, ahí no se esperaban jaleos mayores, porque el área local es más reducida que las demás y así el eco que causa no trasciende al censo del lugar.

Esa regla, no escrita, relativizaba incluso asuntos que habrían merecido mayor atención e incluso una reacción de las administraciones para investigarlos. Y así iba transcurriendo la vida política en la Galicia municipal hasta que una extraña circunstancia, y las raras intrigas propias del oficio público que aquí se practica, llevaron al líder de un partido pequeño pero estruendoso –Democracia Ourensana– a la alcaldía de la capital de la provincia. Y a ser “llave” para la presidencia de su diputación, ocupada desde casi siempre por el PP, referido el “casi” el tiempo en que la presidió un grupo autotitulado Centristas, pero tirando más a conservador que a progresista.

Una vez que las urnas, en las últimas elecciones municipales, depararon la obligatoriedad de pactos en la capital y en la corporación provincial, y tras el fracaso de los contactos entre el PSOE –cuya lista fue la más votada– y D.O., lo que antes se llamaba “contubernio”, y después “acuerdos antinatura”, llevó al poder consistorial al señor Díaz Jácome, cabeza de la tercera formación en votos, apoyada a cambio del respaldo para mantener al señor Baltar (junior) en la presidencia diputacional. Se adjetiva el acuerdo porque, ya antes de los comicios, desde Democracia Ourensana nadie se tapó la boca al denigrar a sus después aliados, para los que hubo descalificativos de todo tipo.

Claro que la política –con minúscula–, aparte de extraños compañeros de cama y como dicen del papel, lo aguanta todo. Aunque este –el papel– tiene la ventaja de que, si se guarda, se recuerda, mientras la otra, la política, pierde la memoria cuando le conviene a sus protagonistas. De ahí el pacto entre los hasta entonces rivales aparentemente irreconciliables, la eliminación del precepto del PP acerca de que el gobierno ha de ir a la lista más votada y, sobre todo, los roces –que se habían producido en forma de amagos de motín entre Baltar (senior) y Fraga– de la cúspide Popular provincial con la dirección gallega. Pero quien se salió con la suya fue su presidente provincial. Y D.O., claro.

Hubo dos condiciones –al menos– en el pacto. Una, que Jácome accediera a facilitar al PP la presidencia de la Diputación y otra, que su hueste no se presentara a las elecciones autonómicas para no perjudicar al PP y reducir el riesgo, lejano pero posible, de que el señor Feijóo no alcanzara su cuarta mayoría absoluta. Ambas se respetaron, el entonces presidente de la Xunta logró su objetivo, y Democracia Ourensana obtuvo su premio. Pero J. Manuel Baltar obtuvo, de facto, carta blanca para gobernar el partido provincial a su manera. Hay quien dice que esa carta es más bien una patente de corso, pero sea como fuere, todo culminó con una situación política en Ourense capital a que es una vergüenza para la democracia. Pero el peso electoral de la provincia en Galicia hace que esa parte de la herencia que deja el señor Feijóo no pueda ser rechazada por el actual presidente Rueda. Por más que, y es una opinión personal de quien escribe, don Alfonso lo deseara.