Es cierto que, si se expone sin una explicación suficiente la opinión de que a veces residir en Galicia significa un perjuicio –por no decir un agravio comparativo–, podría parecer una opinión torticera e incluso ofensiva. Pero si se argumenta con hechos resulta probable que la primera impresión se atenúe y después se comparta el fondo: que, en resumen, el Gobierno del señor Sánchez –otra vez: parece una maldición, y habrá que esperar que no lo sea, porque desde luego tampoco responde a una manía de quien lo escribe– va a suprimir o reformar, en un nuevo Plan estatal de Transportes, bastantes más de un millar de itinerarios que afectan directamente a 23 municipios gallegos y, en función de los antiguos recorridos, a Galicia en su conjunto.

Como era de esperar, aunque en maltrato central este Reino tiene ya larga memoria de sobresaltos, no han faltado ya las referencias a los daños a la Galicia vaciada y, por supuesto, al alejamiento de facto que estas variaciones suponen para esta comunidad. Ese par de argumentos, vaciado y lejanía, es el que justificaría la afirmación –metafórica, obviamente– del introito. Pero debe añadirse otro motivo: este Reino padece con esos cambios en los transportes tanto o más que otros y, con él, también el resto del Noroeste. Incluso, sin la menor intención de redactar una Causa General contra el ministerio, sufrirán, gallegos y gallegos, más por sus características geográficas y humanas.

En este punto conviene ampliar lo que precede. Esas características son las de la edad media de la ciudadanía y de la dispersión poblacional. Factores ambos que no sólo producen un encarecimiento directo de la prestación de los servicios públicos, básicos, como educación o sanidad, sino también el del transporte. Pero a primera vista da la impresión de que las modificaciones planteadas por el Gobierno se orientan antes al ahorro en las arcas públicas y en las empresas concesionarias de las líneas que a los intereses generales de parte de la población. Y aunque es cierto que la iniciativa privada tiene derecho a la obtención de un beneficio legítimo, no lo es menos que la gestión pública debe, ante todo, atender al bien común.

Es en ese marco en el que hay que situar algunos de los reproches que se le hacen al departamento que rige la ministra. Porque del mismo modo que Educación y Sanidad públicas conviven con entidades privadas, a nadie se le ocurriría reducir los servicios que prestan las primeras para impedir las pérdidas de las segundas. Y hay desde que regía el ministerio el señor Ábalos se detecta en el quehacer ministerial que los criterios financieros superan a los sociales. Y quien lo discuta habrá de reforzar mucho sus argumentos frente al anuncio del establecimiento de peajes en las autovías. Aunque sin fecha, quizá para evitar daños electorales.

Sea como fuere, la decisión, desagradable para este país, ha sido ya criticada por la conselleira correspondiente de la Xunta y por el líder del PSdeG-PSOE. Lo de doña Ethel Vázquez es coherente y va de suyo, con el cargo, pero lo del señor Formoso tiene mérito especial, porque cumple con su palabra de “anteponer el interés general de Galicia a las siglas”. Y aunque recriminó al Ejecutivo que preside el señor Rueda por el Plan autonómico del sector, eso también es lógico: en determinadas situaciones hay que dar una de cal y otra de arena. Lo que es de valorar es la prueba de que al menos las dos fuerzas estatales que operan en estos lares pueden coincidir cuando sucede algo que objetivamente es perjudicial para Galicia. Y dado que este perjuicio ni es el primero ni será el último, es de esperar que la coincidencia en la crítica lleve alguna vez a acciones conjuntas. Con los matices que hagan falta, pero en común.