Está comprobado –aunque no se puede discutir alguna que otra excepción– que a esto de las reuniones entre los gobiernos y sus adversarios le pasa algo parecido a lo que decía el clásico, pero aplicado a la política: que nada es verdad o mentira, sino según el color del cristal con que se mira. Esa es la razón por la que, desde fuera, la óptica de no pocos espectadores lleva a la conclusión de que hay dos Galicia diferentes. No es así, por supuesto: lo que sí existe es una larga serie de problemas comunes, aunque afecten de modo distinto a la sociedad, y en lo que se distinguen con claridad, y se alejan, quienes dicen dialogar para resolverlos, en función de las fórmulas que plantean –y proponen– para resolverlos.

Ese es el resumen –desde una opinión personal– de las citas que mantuvieron los tres “grandes” de la política gallega y en las que no hubo acuerdos, aunque sí, o al menos eso afirmó el presidente Rueda, algunos puntos de posible acercamiento. En realidad, los protagonistas obtuvieron lo que buscaban en el escenario de los encuentros que, a pesar de la apariencia, no eran iguales. Ni tampoco los públicos a los que se dirigían los actores. Por ejemplo el jefe del Ejecutivo, que necesitaba inaugurar la “era Rueda” y marcar cierta distancia –la posible– con su predecesor. Y lo hizo: en el introito de las reuniones ofreció “mano abierta” al diálogo, y en el epílogo afirmó su convicción de que fueron útiles.

Es cierto que su señoría admitió “lógicos desacuerdos”, que –ciertamente– eran previsibles, y confirmó la ausencia de entendimientos siquiera básicos, pero no los descartó en el futuro, para lo que tampoco cerró las puertas a nuevos diálogos en un futuro no lejano que, sin duda, serán tan necesarios –y ojalá que más fructíferos– que los hace unas horas. En ese sentido, el titular de la Xunta cumplió el objetivo básico, sabía que esperar otros no era realista, y su señoría conoce bien el terreno de juego, las reglas que lo rigen y las opciones de triunfar. Y, siempre desde una óptica personal, logró lo que se proponía: la imagen que transmitió fue la de un dirigente con talante abierto y afecto al diálogo.

Ya se verá qué pasa en otoño, cuando cada cual tendrá que mostrar su cara menos amable para con los rivales porque ya estarán preparando, todos, su primer examen de la nueva época. Es decir, las elecciones municipales, en las que quien suspenda lo va a tener difícil, porque la segunda oportunidad serán las generales, y esas son palabras mayores. Por eso, en su escenario –parecido al del presidente, pero aún más complicado–, el secretario general de los socialistas gallegos tuvo que esforzarse a fondo en no espantar a nadie de su posible parroquia, que es el centro “zurdo” y la izquierda moderada, siempre asustadiza y proclive a cambiar su voto en caso de que detecte radicalidad.

El líder socialdemócrata se lamentó –estaba en el guion– de la ausencia de acuerdos, pero aludió a los tiempos parlamentarios venideros en los que no los descartó. Muy alejado de la portavoz nacional del BNG, que se sabe toda la gramática de la Cámara, es tan brillante como aguda –y, a veces, agria: cuando conviene a su discurso– y conoce como la que más el dejar en el aire afirmaciones sin concluir para que las interprete el público. Lamentó la falta de acuerdos, como su vecino en la oposición, pero en forma de denuncia porque, dijo, ese saldo negativo se debió “a que el señor Rueda no lo quiso”. Doña Ana se sabe en la cresta de la ola, pero es inteligente y trabaja, como los buenos surfistas, para mantener el equilibrio y aprovechar la siguiente y no caer cuando rompa. El tercero de los escenarios es el suyo, y quiere interpretar en él lo que desea y espera: ganar y gobernar. Habrá que verlo.