A estas alturas, y ante la ausencia –que ya se va haciendo difícil de entender– de reacción tras la nueva advertencia sobre el riesgo que supone la llamada “fuga de cerebros”, conviene insistir en que, a este paso, habrá que ampliar el concepto de “Galicia vaciada” que hasta ahora se aplicaba a zonas del rural, para incluir en él otro “vacío”: el laboral. Es un riesgo quizá menor, pero que puede suponer un daño colectivo igual o mayor, sobre todo a poco que se profundice, como decía este periódico, en el dato de que ahora la fuga se refiere a trabajadores con estudios superiores: nada menos que bastantes más de siete mil en un año, lo que supone una auténtica sangría y un motivo de alarma.

Y es que, además del daño directo que significa la cifra en sí misma, también supone un descenso importante en la productividad de los sectores más afectados y una considerable pérdida de dinero, el invertido en la formación de los que se van. Y, al menos desde una opinión personal, esos efectos son casi equiparables al otro, al del “vaciado” poblacional. Aunque se padezcan en ámbitos diferentes y por causas distintas: Galicia no está en situación de afrontar esos desafíos a la vez, y menos en momentos tan delicados como los actuales. O, peor aún, con las expectativas que se vislumbran en el futuro más o menos inmediato y que afectan a la práctica totalidad de los frentes económico, laboral y, por tanto, social.

Ciñéndose al mundo laboral, en el que la ausencia –o el vaciado– de personal formado y especializado para atender las necesidades reales del país, procede citar al presente de la Sanidad: todos coinciden en que la asistencia primaria ha de mejorarse en grado sumo y con urgencia. Pero casi nadie insiste en que muchos de los especialistas que se necesitan –ahora se unen los internistas– entre los que están los que aquí se preparan, se van a otros países con peor sistema sanitario, pero mejores sueldos. Y allá se van médicos/as y enfermeras/os sencillamente porque ganan más dinero con su trabajo, motivo del todo comprensible, aunque una buena parte de las veces no el único.

Ocurre que ese vacío se extiende a otros muchos trabajadores –más de cien mil, en cifras oficiales– que se necesitan en España, pero que no los hay porque la oferta de salarios es demasiado baja. La patronal gallega ha advertido de ello, la de la construcción se ha movido ya en el terreno de los convenios para buscar soluciones, pero con eso no hay bastante: Galicia y España necesitan una profunda reforma en el terreno de la educación que ha de cubrir desde los niveles primarios hasta los superiores y modificar los resultados de una mentalidad que quizá alguna vez tuvo sentido, pero que ahora, con la reducción galopante de la población activa, necesita una modificación radical.

Es urgente dejarse de monsergas y apostar por la Formación Profesional de forma aún más decidida, y eliminar de una vez el numerus clausus en centros universitarios concretos dejando la selección de los alumnos que aspiran a licenciatura, doctorado –o en su caso MIR– al propio proceso de formación. Asusta pensar en el panorama del próximo decenio, con millares de médicos y enfermeras en trance de jubilación, pero más todavía en la, al menos en apariencia, poca disposición de la generalidad de quienes podrían resolver el problema. Y serían demasiados “vacíos” los que se crearían en ese caso en un Reino que, como Galicia, depende de llenarlos para consolidar su futuro.