“Ahora Abogacía” es un movimiento promovido por letrados que se plantea el logro de encomiables propósitos, entre ellos, dignificar tan noble profesión y recuperar el liderazgo que a la profesión debe corresponder en la sociedad actual.

En esa línea, una de las iniciativas planteadas ha sido la de solicitar al presidente de la Real Academia de la Lengua Española, Santiago Muñoz Machado, que es también reputado jurista, la supresión de la tercera acepción del sustantivo “abogado/a” que actualmente figura en el diccionario de la RAE, según la cual aquella palabra significa también “persona habladora, enredadora, parlanchina”. Entiende la agrupación citada que esa significación es “peyorativa dado que menosprecia la dignidad del abogado como parte esencial de la defensa de las garantías de los ciudadanos”, denigra la profesión y los valores de los que la integran, y no define correctamente al abogado como actor jurídico esencial para la defensa de las garantías de los ciudadanos.

No deja de sorprender que esta agrupación de profesionales, desconociendo el papel de la Academia de la Lengua, haga una petición de ese alcance. La academia no crea palabras ni las quita o pone a su antojo en el diccionario ni decide sobre acepciones. Se limita a levantar acta de la lengua hablada, llevando a cabo una función notarial del lenguaje vivo. Mientras las palabras sean usadas y, por tanto, tengan vida en el habla del pueblo, tendrán presencia en el diccionario. El día en que la institución constata el uso regular y arraigado de un término, lo registra, lo incorpora al diccionario, que hace entonces función de Registro Civil del idioma. Cuando el pueblo deja caer en desuso un vocablo, este entra en estado comatoso y finalmente muere porque los hablantes lo olvidan; es la prescripción por silencio; su acta de defunción se materializa entonces con su desaparición del diccionario. Acontece en ocasiones que la palabra, llegada al ocaso de su vida, enmudece porque deja de ser útil para el habla de la comunidad, mas comoquiera que aparece documentada en textos literarios de algún clásico, se mantiene en el diccionario, si bien con la indicación de ser término en desuso en el lenguaje actual.

“Mientras las palabras sean usadas y, por tanto, tengan vida en el habla del pueblo, tendrán presencia en el diccionario”

Por consiguiente, la incorporación de un vocablo al diccionario o su salida del mismo obedece a un proceso o ciclo vital de las palabras, que viven cuando forman parte del habla y mueren cuando son definitivamente preteridas por los hablantes. No tiene sentido alguno pedirle a la academia que expulse de su diccionario un término o alguna de sus acepciones si aquel y estas viven en boca del pueblo que las usa y lo hace con la significación cuyo destierro se pretende.

No es, ni mucho menos, la primera vez que algunos colectivos se sienten agraviados por uno de los significados atribuidos a una voz determinada, y se dirigen a la academia pidiendo su expurgo. Ocurrió así, por ejemplo, con la palabra “judiada”, una de cuyas acepciones es peyorativa (“mala pasada o acción que perjudica a alguien”), por lo que varias comunidades judías, sintiéndose ofendidas, pretendían que se borrase del diccionario. Guste o no, el pueblo la usa en ocasiones con ese sentido; el propio diccionario ya advierte que es término coloquial y que se usa potencialmente como ofensivo. Es lo más que la Academia puede hacer, pero no le es dado extirparle al idioma lo que es creación soberana del pueblo.

Llamativa fue la pretensión del gremio de los panaderos que solicitaban de la RAE que se eliminase o se modificase el refrán “Pan con pan, comida de tontos” porque denigra a los panaderos y desprestigia al pan. La pretensión es ciertamente absurda ya que no es misión de la academia su registro. Por otra parte, nada dice que pueda tenerse por vejatorio para los panaderos; lo sería, en su caso, para los que cometen el desatino de acompañar el pan con pan y no con un buen queso o un exquisito jamón. Francamente, el refrán es acertado al llamar necios a quienes comen de aquella guisa; pero en modo alguno va en demérito de los panaderos ni del pan cuyo saboreo es un deleite. Además, ¿abolir un refrán? El refrán es una luminosa condensación de experiencia y sabiduría populares. Jamás se le ocurriría a la academia –ni es su cometido– perpetrar tamaña siega en el rico huerto del refranero, que es el saber secular del pueblo.

El refranero está lleno de sentencias y dichos sarcásticos, y hasta crueles, dedicados a abogados, jueces, secretarios judiciales, alguaciles, médicos... A nadie se le ocurre intento alguno de expurgo en el refranero nacido del espíritu del pueblo, testigo máximo de la historia y la intrahistoria.

Que el empeño no sea el de modificar las acepciones de algunas palabras en el diccionario o el de suprimir refranes cáusticos nacidos de la conciencia popular, sino el de rectificar o desterrar conductas y defectos, vicios y lacras que dieron lugar a tales significados. Si el pueblo habló, por algo será.