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Joaquín Rábago.

El país que nos ha tocado

Es este un país en el que un monarca que se sirvió de su inviolabilidad, garantizada por la Constitución, para hacer de su capa un sayo, es hoy objeto de genuflexiones y gritos de aprobación de cortesanos y aduladores.

Un monarca sospechoso de haber cobrado, mientras ocupaba el trono, comisiones millonarias por gestiones relacionadas gracias a su condición de jefe del Estado y que ocultó ese dinero ilegal en lejanos paraísos fiscales como cualquier defraudador.

Que se aprovechó de que los medios miraron para otro lado durante años y que una vez que se rompió aquel cómplice silencio, quiso salvar el trono, dejándoselo a su hijo, para salir del país y buscar refugio en una monarquía feudal, sin sentirse obligado a dar una sola explicación.

Y que ahora que todos los delitos que podían imputársele han prescrito y todo lo demás se ha sobreseído gracias a una justicia que evidentemente no es igual para todos, sigue sin pedir perdón por tan inmoral conducta y, por supuesto, sin repatriar el dinero que tiene oculto fuera.

Por cierto, ¿cuánto tenemos que seguir esperando aún para que, si se quiere conservar la monarquía como forma de Estado, tengamos una ley de la corona totalmente transparente y que limite estrictamente al ejercicio de su función como jefe del Estado la inviolabilidad del rey Felipe y sus herederos?

¿Habrá que explicar una vez más que no se trata de algo que pueda depender de la voluntad del monarca como en las monarquías del pasado, sino que debe ser una clara exigencia del pueblo soberano a través de sus representantes en el Congreso?

Es este un país donde el principal partido de la oposición se empeña en no reconocer como suyos gravísimos escándalos de corrupción política que fueron solo en parte juzgados, aunque se cerraran muchas veces en falso, según vemos ahora por los nuevos testimonios acusatorios que publica algún medio.

Partido que no parece siquiera pagar factura por todo ello, y es lo más grave, como indican los últimos sondeos sobre intención de voto, que aproximan al PP al Socialista mientras los partidos más a la izquierda, que denunciaron precisamente esa corrupción, no deja de caer en las encuestas.

Es este un país donde futbolistas y otros famosos que también defraudaron a Hacienda son con frecuencia ovacionados al llegar a los juzgados en lugar de ser objeto de ostracismo como sin duda merecen.

Y donde un policía bribón y de lenguaje soez logró chantajear con sus bravuconadas a dirigentes del entonces partido gobernante que le pedían obstaculizar con métodos cada vez más sucios la labor de la Justicia.

Un país, además, donde representantes de partidos legales y sus abogados son espiados con un programa de origen israelí por defender causas independentistas como si se tratase de terroristas dispuestos a derribar con violencia al Estado.

Vergüenza de país, habría que concluir, si no fuera porque hay también en él políticos, periodistas, militares y, sobre todo, millones de personas decentes que sienten bochorno e indignación por el cinismo, la podredumbre y la impunidad que ven a su alrededor.

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