A estas alturas, y con los precedentes de la exvicepresidenta del Gobierno y ya ni se diga del ministro Garzón, que castiga la gramática, bordea un presunto delito de calumnia y sigue en el cargo para asombro de la política civilizada, que alguna queda aunque poca, no serán muchos los que se extrañen de su última boutade dialéctica. Esta vez para referirse desde lo que ella cree ingenio, al “bochorno de Sanxenxo”, sin duda dirigido a quien, por mandato de la Constitución, se le mantiene el respeto institucional: el Rey emérito. Y todo porque las buenas gentes, y los curiosos, de la villa y muchas otras que acudieron para darle la bienvenida, hicieron caso omiso del rechazo “oficial” de Moncloa.

(No se trata de una cuestión legal, sobre la que ya se han manifestado quienes, en ese ámbito, deberían hacerlo. Ni de poner en una balanza lo que alguien llamaría el “lado bueno” de don Juan Carlos en los años duros de la Transición frente al “malo de su conducta personal en el tramo final de su Reinado. Desde una opinión personal, gran parte del “escándalo”, y su multiplicado defecto dañino para la imagen del monarca emérito, es parte de una estrategia. Urdida por quienes nunca quisieron evolución pacífica y pactada de la dictadura a la democracia, sino revancha incluso a costa de que el país pudiese llegar a tensiones parecidas a otras que hace casi cien años llevaron a la tragedia.

En ese enfoque entra lo que también subyace en la escandalera, artificial: los que de verdad se abochornan por los hechos privados protagonizados por el emérito no salen con pancartas ni organizan referenda de tres al cuarto. Ni convierten las posturas, del todo legítimas en favor de la República o la Monarquía –constitucional, punto que algunos siempre “olvidan”– en un asunto prioritario a sabiendas de que la gente del común tiene otras inquietudes a resolver, y además urgentes y pendientes. Entre ellas, y cada día que pasa más apremiante, algo tan sencillo como encontrar trabajo y/o llegar a fin de mes. Lo que le resta importancia al asunto del modelo de Estado, pero sí lo hace innecesario. Por ahora.)

Es probable que cualquier argumento que siquiera aparente un intento de justificar determinadas conductas de un personaje histórico –porque don Juan Carlos sin duda lo es– sea mal acogido por una parte de la opinión pública además de otra de la publicada Pero no se trata absolver, sino de respetar los hechos probados, mantener a salvo algo tan democrático –y humanista– como la presunción de inocencia y, sobre todo, separar lo público de lo que no lo es y no mezclar conceptos en función de lo que convenga. Es cierto que hay personas especialmente obligadas a dar ejemplo. Y entre ellas el emérito. Pero si eso es así para él, también para otros que, de exigírselo, dejarían casi vacío el oficio político.

Y es que, en estos antiguos Reinos que forman lo que alguien llamó “las Españas” –por cierto, definiendo su diversidad a la vez que su unidad, algo que no parecen entender los extremistas de derecha y de izquierda–, los personajes como la señora Calvo, a la que cesaron sin explicaciones los suyos –quizá porque fue evidente el “principio de Peter”, referido al nivel de incompetencia–, deberían cuidarse más de lo que dicen. Y más aún un ministro en ejercicio, como ése Garzón, que causa vergüenza ajena –porque la propia parece olvidada– por su lenguaje, indigno del cargo en el que se mantiene merced a la inexplicable actitud de quien debería haberle cesado –o mejor no haber nombrado ipso facto cuando aquel affaire de la carne–. Ambos, la ex Calvo y el aún Garzón, producen bochorno, pero del de verdad.