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En los momentos de holganza que en ocasiones nos dispensan las dichas e infortunios del día a día, vengo de un tiempo a esta parte, y sin saber la causa del delirio, a imaginar qué habría sido del mundo sin esta maravillosa tierra que todavía llamamos España. Nombre, por cierto, que gentes bastantes más versadas remontan nada menos que a cuando los fenicios inician su trapicheo por esta piel de toro, hace ya de esto más de dos mil quinientos años. Que no es moco de pavo. Todavía Benidorm no había visto a Julio Iglesias ganar su festival ni los ingleses habían tomado las playas de Fuengirola, Benalmádena o Torremolinos. Aunque, eso sí, tres siglos antes, una extraña y terca inclinación les había llevado a compartir vecindad con los monos de Gibraltar, y convertir así la roca en una colonia más vieja que aquella Maderas de Oriente. Que de ello podría habernos hablado largo y tendido Fernando María Castiella, uno de esos embajadores que dan prestigio por igual a encomienda y encomendado, y de quien darían buenas razones hasta en la ONU.

El caso es que al poner pie en las costas de Gadir y hacer de Cádiz la más longeva ciudad de Europa, a aquellas gentes venidas entonces de lo que hoy son Siria y el Líbano se les pusieron los ojos como platos al ver la gran cantidad de conejos –shapán– agazapados en aquellos bosques. Y así, de modo tan banal y fortuito, pasamos de ser los grandes explorados a convertirnos en los habitantes de la Sphania, la tierra de los conejos. Y podemos darnos con un canto en los dientes. Cancún equivale a nido de serpientes. No quiero pensar qué haría hoy alguna ministra con un nombre tan dado al equívoco.

Desde entonces, muchos son los genes que se han ido incorporando a la causa. A todos atrajo su circunstancia, pero también a todos acompañó su coyuntura. Y en demasiadas ocasiones no fue ésta la mejor consejera. En cualquier caso, resultaría imposible analizar cómo somos y en consecuencia qué hemos aportado al mundo, cómo y de qué modo hemos podido incidir e incluso alterar su dinámica y evolución, si dejamos de estudiar, como ahora se pretende, de dónde venimos y a dónde podemos llegar. En definitiva, qué se puede esperarse de tan diversa y variopinta aleación genética.

“En contra del dichoso refrán, los gallegos somos bastante más primos hermanos de los portugueses que de los asturianos”

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Se sabe hoy que, a falta de Ryanair, muchos fueron los caminos utilizados para acercarse a la Ibérica. El mar, el primero. Tanto para las venidas como para las idas. Que, ya antes de que los gallegos poblásemos el mundo y fuese el Océano nuestro silente confesor en las infinitas noches de travesía, otras gentes habían partido ya de esta tierra para colonizar Irlanda, Inglaterra y demás lugares de Europa. Antes habían llegado para refugiarse de los fríos glaciares en la maravillosa franja que se extiende entre Galicia y Cantabria.

Pero, fuese por mar o por tierra, muchos han sido los genes que hoy nos dan sustancia y contenido: ligures, celtas, iberos, griegos, fenicios, romanos, godos, moros…Infinitas gentes y culturas que a lo largo del tiempo se han dedicado a modelar lo que hoy somos: un magma humano heterogéneo, diverso, variado, difícil y hasta contradictorio, nacionalista, autonomista o independentista, pero perfectamente distinguible de otros pueblos. Con unas características que, más allá del natural barniz geográfico, aragonés, astur, vasco andaluz, gallego o castellano, definen un modo de pensar, de actuar; en definitiva, de vivir, perfectamente diferenciado y reconocible en cualquier lugar del mundo.

Primera alteración genética

Con todo, sostienen muchos investigadores que la primera gran alteración genética en la Península se origina ya en la Edad de Hierro, hace la friolera de 4.000 años, cuando las lugareñas descarrían sus amores hacia unos varones que en oleadas iban arribando procedentes del Este de Europa. Que siempre fuimos de dar más valor a lo de afuera. Lo que sin duda debió de representar una enorme ofensa, un escarnio, un terrible baldón, para el desolado e incomprendido paisano que no acertaba a ver la razón de aquél injusto y misterioso desdén. Pero, fuese como fuese, aquello alteró nuestra identidad, tanto como lo hicieron más tarde la invasión musulmana y la posterior Reconquista.

Para poder dar cuenta del resultado de este trasiego genético, uno de nuestros más célebres investigadores, el profesor Ángel Carracedo, después de analizar el genoma de más de 1500 personas de toda España, resultado viviente de tantas pasiones, llega a unas conclusiones ciertamente sorprendentes. De sus probetas deduce que un 10% de cada español de a pie procede del Norte de África, más concretamente de Marruecos; porcentaje que en gallegos y leoneses eleva al 12%. Más incluso que en Granada. También, que, en contra del dichoso refrán, los gallegos somos bastante más primos hermanos de los portugueses que de los asturianos. Más aún; afirma que ni siquiera la Raya ha impedido a gallegos y portugueses concentrar la mayor similitud genética entre todos los pueblos de la Península. Lo que, he de confesar, nunca había dejado de pensar cada vez que me enfrento a un bacalhau ao lagareiro. Una receta así tiene ADN gallego. Fijo.

Pero quiero también resaltar con particular satisfacción otra de las importantes conclusiones a que llega el ilustre profesor: en ningún otro lugar existe una mayor concentración genética que en Galicia. O, lo que es lo mismo, que aquí los turistas del Este en materia de amoríos y conquistas pincharon en hueso. Y esto, he de reconocer con franqueza, tranquiliza el espíritu y repone el honor y el buen hacer de nuestros lejanos parientes.

Con todo este bagaje, tan diverso y heterogéneo a la vez, cómo no iba a ser esta tierra protagonista esencial de la historia de la Humanidad. Lo es Galicia, con su constante e inmensa aportación en infinidad de lugares, y lo son también todos los demás pueblos que configuran la Hispania que ya en el siglo VI tanto ensalzaba San Isidoro. Aunque, cierto es, nunca estuvo exenta de ese gen derrotista y autodestructivo que aflora con demasiada frecuencia, y que se ve magnificado por la asunción como cierta de la leyenda negra que sobre todo holandeses e ingleses habían orquestado contra nosotros para luchar contra la enorme expansión territorial, la indudable capacidad militar y el elevado desarrollo cultural a partir del año 1500. Por algo dijo Amadeo de Saboya, tras su breve paso por el trono de España, si al menos fueran extranjeros los enemigos de España…

Pese a todo, aquí estamos y aquí seguimos. Firmes, tozudos, a menudo irreverentes, pero siempre solidarios.

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