Desde que éramos niñas no había vuelto a viajar con mi hermana, hasta que el mes pasado fuimos a pasar tres días juntas a Barcelona. Ninguna de las dos sabe hablar por hablar así que fue un fin de semana de conversaciones intensísimas, ya estuviéramos desayunando, dando un paseo o lavándonos los dientes. En algún momento llegué a pensar que habíamos tocado techo, que no existían más temas ni perspectivas para abordarlos, pero entonces salía de la cesta otro anzuelo, otro momento del pasado, otra pregunta, anécdota o reflexión profunda.

Me fui dando cuenta, a medida que pasaban las horas, de qué significa viajar con una persona con unos gustos y unos ritmos vitales tan parecidos. Madrugábamos sin necesidad de despertador, caminábamos al mismo paso, nos parábamos en los mismos escaparates, teníamos hambre a la vez y, entre terracita y museo, ganaba siempre la caña y la opción de seguir charlando.

Cuando regresé a casa se lo conté a mi marido: “No sabes lo increíble que es viajar con alguien tan parecido a ti, ninguna de las dos tuvo que ceder en ningún momento.” Estupendo, me contestó, “eso significa que tu hermana se pasó todo el fin de semana cediendo y lo hizo tan bien que ni te diste cuenta”.

Me reí sin hacer mucho aprecio, que suele ser lo mejor cuando no quieres que te amarguen el día, pero a la primera que tuve la oportunidad, quise contrastar con mi hermana si el fin de semana había sido una balsa de aceite o si ella había empujado esforzadamente esa balsa sin que yo moviera un dedo. ¿A que hicimos todo el rato lo que nos apeteció a las dos?, le pregunté por teléfono al día siguiente. “A ver Marta, lo disfruté mucho, pero igual cuando empezó a granizarnos encima mientras te fumabas el pitillo en aquella terraza…”

Fallo mío, porque preguntar en estos casos siempre acaba en chasco. Además, lo bueno de estar equivocado es que hasta que lo averiguas, es exactamente lo mismo que tener razón. Ya se lo decía Julianne Moore a Stallone en “Asesinos”: Érase una vez un pobre gorrioncillo que mientras volaba huyendo del invierno se congeló y cayó al suelo. Entonces, para empeorar las cosas, una vaca le cagó encima. Pero aquel excremento estaba caliente y descongeló al pajarillo. Y estaba calentito y contento de estar vivo y empezó a cantar. Y entonces llegó un gato hambriento que apartó la mierda, descubrió al pajarillo y se lo comió. La moraleja del cuento es esta: no todo el que se caga en ti es siempre tu enemigo, ni todo aquel que te saca de la mierda es siempre tu amigo, y si estás calentito y contento, estés donde estés, ¡mantén la boca cerrada!