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Luis Carlos de la Peña

Leiro

Educado en la escuela de los artistas trascendentes que consideran que lo profundo es el aire o encuentran en la desocupación de los volúmenes la síntesis abstracta de su trabajo, la obra de Francisco Leiro me ofrece un contraste radical, absoluto. En cuestiones de arte, en particular el que se realiza de forma tan fecunda en nuestro país, me dejo guiar por el criterio de Carlos Bernárdez, expuesto con periodicidad –siempre aguardada– en las páginas de FARO DE VIGO. A él pueden remitirse quienes busquen argumentos académicos sobre el arte de Leiro.

En estas breves líneas sólo puedo abordar al artista cambadés, que ahora nos acompaña en el MARCO de Vigo, con la perspectiva de la sensibilidad sorprendida, asaltada por la fuerza, la potencia y, también, el sentido del humor de esta amplia muestra. Reflexiones al hilo de una común identidad generacional, a una trayectoria conocida desde Atlántica a la Marlborough, y a la convivencia física con unas obras y una estética que encontramos en calles y plazas, en los vestíbulos de edificios públicos y hasta en espacios privados.

Reconozco en Leiro, también en Antón Lamazares, un artista que me desasosiega. El tiempo ha suavizado algunas de sus aristas, pero su presencia física, tendente al paralepípedo acentuado por una mirada directa y negra, hacían de él un personaje a observar desde la distancia. Puede que todo se deba, concedo, a la identificación de su figura con la de sus obras más rotundas y colosales, gigantes solitarios, en escorzos pugnando con el equilibrio y forzados por un aparente dolor interior.

Algunos de los trabajos de Leiro me evocan al John Berger de “Puerca tierra” y a la crispación con que el orensano Manuel Prego de Oliver pintaba las manos de una vieja aferrada a una gavilla de colmo o un saco de mendrugos. Manos desproporcionadas y desesperadas en los cuerpos menudos de ancianos y mendigos. Los gigantes de Leiro son muchas veces dramáticos, torturados y extenuados por tareas y castigos de héroes que arrancan al mar o a la tierra su improbable sustento. Toda esta volumetría desorbitada y contorsionada encuentra su contrapunto en muchas pequeñas piezas donde los sueños y el humor se manifiestan a través de figuras y composiciones que actúan como remansos de la sensibilidad, guiños pop, colores vivos, formas redondeadas y mullidas. “Antropomórfico” es una memorable exposición.

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