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Javier Junceda

Contratos y reto demográfico

Cerca de dos billones y medio de euros se gastan cada año en la Unión Europea en contratos públicos. Esa abultada cifra equivale al veinte por ciento del PIB de los Veintisiete. En España, ha ascendido el pasado ejercicio a treinta y un mil millones. Ese auténtico maná que riega a diario nuestra economía, sin embargo, se ha aplicado con cuentagotas en el combate del grave problema demográfico que nos azota, salvo cuando versa sobre licitaciones destinadas a las mismas zonas en declive poblacional. Sin duda, esas imprescindibles prestaciones podrían y deberían aportar un adicional beneficio a esos enclaves abandonados si se requiriera en su ejecución contar con los propios recursos locales, algo que no solo es posible, sino del todo deseable.

Aunque existan pocas recetas mágicas capaces de resolver este colosal desafío socioeconómico de un día para otro, esta que nos ocupa bien podría contribuir al menos a atenuarlo. En Estados Unidos, que también padece este problema con intensidad –han pasado en un siglo de reunir en los pueblos a la mitad de su población a mantener en él a un porcentaje inferior de veinte–, han ido incluso más allá, al regalar tierras y dinero directamente a quienes desean huir de la ciudad y radicar en áreas rurales.

Las exigencias para que los adjudicatarios de los contratos administrativos se tengan que servir de medios humanos y materiales en donde han de llevar a cabo sus obligaciones debieran tomarse más en consideración a la hora de paliar estos estragos demográficos. Hasta ahora, estas cláusulas bautizadas como “arraigo territorial” solían considerarse discriminatorias en términos generales, salvo en supuestos muy justificados. Hoy, como consecuencia precisamente de esa preocupante coyuntura, han vuelto a reverdecer al socaire de cierta doctrina consultiva española y de determinadas decisiones del Tribunal de Justicia de la Unión Europea.

Para estos nuevos criterios administrativos y judiciales, el “arraigo territorial” no resulta ilegal cuando se aplica sin afectar al principio de igualdad de trato y venga impuesto por razones imperiosas de interés general, como puede ser el desplome vegetativo en amplias extensiones de la España vaciada. De igual modo, por el “arraigo” puede condicionarse en los pliegos a las empresas que tengan cierta implantación en la localidad donde deban ejecutar la obra o servicio, siempre que ello se prevea de manera fundamentada, ya sea como compromiso de adscripción de medios materiales y humanos a aplicar en fase de ejecución del contrato, o como condición especial de cumplimiento del mismo, generando su inobservancia nada menos que la resolución anticipada del vínculo contractual, con drásticas y onerosas consecuencias para el adjudicatario.

Estas oportunas previsiones, de genuino cuño comunitario, permiten a nuestras Administraciones introducir cláusulas de inequívoco tinte social en sus contratos, pudiendo demandar aquellas características técnicas o humanas que consideren oportunas a fin de lograr tales finalidades y sean además proporcionadas, que es en lo que ha venido insistiendo la jurisprudencia del Tribunal de Luxemburgo.

Crear un tejido productivo a través de estas fórmulas en donde se sufre el despoblamiento tal vez sea útil para su recuperación. Pero siempre que los pliegos se hagan como es debido y su letra pequeña dificulte el fraude o la picaresca, permitiendo conseguir en la práctica ese loable objetivo, junto con otras iniciativas que puedan coadyuvar a ese fin. Lo que parece claro es que retener a la gente en lugares con censos en caída libre, o convencerlos para ir a vivir en ellos, pasa desde luego por incrementar sus rentas por todos los medios a nuestro alcance. Lo que no sea lograr ese propósito es hablar por hablar, logomaquia en estado puro, como tan a menudo sucede al abordar este peliagudo asunto.

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