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Jorge Álvarez Yágüez

Simone Weil: la guerra y la ley de la fuerza

El pensamiento y la acción de esta fascinante pensadora que fue Simone Weil seguirá iluminándonos siempre y cuando de cuestiones vitales, de esas que tocan al fondo de lo humano, se trata. En su corta vida no llegaría a publicar sino diversos artículos y algún trabajo, pero su obra editada póstumamente es deslumbrante, está escrita con todo el cuerpo y alma, todo lo opuesto a la escritura académica donde nada que nos comprometa parece jugarse. Le tocó vivir una época realmente dramática, atravesada por dos guerras mundiales, por el triunfo del fascismo que contestaba al ascenso revolucionario de la clase obrera, por la persecución judía... Esta militante anarcosindicalista estaba inicialmente convencida de la necesidad de adoptar una posición radicalmente pacifista. Su gran mentor, aquel mítico profesor del Liceo, el carismático Alain, le había introducido en ella. La atrocidad de la primera gran guerra, la mundial de 1914 –aquella que había motivado que todos los comprometidos realmente con los desgraciados llamasen a los obreros europeos a volver sus armas contra los que a ella le habían arrastrado, los representantes de los intereses de las burguesías nacionales y su concepción de lo patrio–, había sido una experiencia suficientemente aleccionadora. Aunque la posición de Weil variaría hasta el punto de participar activamente en dos guerras, la civil española y la segunda mundial, eso no significó que su convencimiento de fondo de lo que el fenómeno bélico representaba se modificase en lo esencial.

Quien quiera conocerlo lo tiene maravillosamente expuesto en un breve, bello y excepcional texto, que escribe en 1939, de los publicados en vida, titulado “La Ilíada o el poema de la fuerza”, un comentario a la obra homérica que inaugura y marca toda la cultura occidental, que, nada casualmente, está dedicada a la guerra. A Weil le impresiona la imparcialidad objetiva y desnudez sin ambages con que Homero aborda el fenómeno a la vez que su proverbial ternura y comprensión para con el derrotado, al igual que les sucedería a otras dos brillantes pensadoras, ambas de origen judío como Weil, la de padres ucranianos Rachel Bespaloff, que dedica un libro al tema en esos mismo años, sorprendentemente convergente, y la alemana Hannah Arendt, cuya lectura del poema homérico es imprescindible para entender su concepción de la polis, que en su caso monta tanto como decir, de la política.

La agudeza de Weil le lleva a concentrar toda su atención en el concepto de fuerza, pues qué es la guerra sino el reino de la fuerza. Con este concepto Weil quiere resaltar no solo un proceso de algo necesario que se nos impone doblegando cualquier voluntad, sino también su cualidad de algo inerte, mudo, óntico que, como tal, es portador de muerte en conformidad con su misma naturaleza. No es la fuerza instrumento alguno, no son exactamente las armas o los soldados, sino lo que a unas y otros atraviesa. La fuerza, a diferencia de cualquier instrumento, no es algo poseíble sino aquello que se posee de todo, tanto del que se cree en su control, el que se anticipa como vencedor, como a aquél al que vence aplastado por sus armas. La muerte es su sino, pero no ya solo en la forma evidente del que es vuelto cadáver, sino que en sí misma es reificadora, es decir, convierte a los hombres en cosas, en seres ya automatizados, esclavos, y en este sentido ya en seres sin vida, sean ya aquellos que la infligen a otros como los que supervivientes hayan sido golpeados por ella; su humanidad se resentirá y en algo queda necrosada. Weil gustaba de citar la expresión “el frío del acero es parejamente mortal en el puño y en la punta”.

Esa es la lección de la fuerza, que sigue un proceso propio que a todo se impone, sean cuales sean los fines, cuando su lógica se pone en marcha a través de medios que la implican, esa lógica imperará sobre todo de manera autónoma.

La guerra pone de manifiesto de manera ejemplar esta ley, cómo los medios terminan siempre por imponerse a los fines, sean estos cuales fueren; la lógica de la fuerza lo domina todo. Weil sabía bien esto, cuando, con todo, decidió unirse a los anarquistas republicanos españoles que combatían a los alzados contra las libertades. Un fatal accidente en el frente de Aragón la obligaría a retirarse, pero la experiencia no le haría sino confirmar su idea, lo que mostraría en parte en esa conmovedora carta que dirige al escritor conservador católico Georges Bernanos que había tenido la honestidad de denunciar la crueldad de la represión al inicio de la contienda en su libro Los grandes cementerios bajo la luna. La atrocidad, la ‘hybris’ o exceso, la violencia desatada que se apodera de los hombres neutraliza sus misma facultades intelectuales, suplantadas por la misma ley que a todos atraviesa, que será quien “piense” en ellos. No se resentía en nada, a pesar de todo, el compromiso de Weil con todos los que sufrían, con los más débiles, y aun con ello, polémicamente se opuso a que Francia interviniese en el socorro a la República, pues temía por la escalada que podía suponer la extensión a toda Europa de la guerra. Pero después de la invasión hitleriana de Checoslovaquia se convenció de que ya no podía por más tiempo mantener un intento de evitar la guerra, había que detener aquella barbarie.

Sus ideas sobre la guerra y todo lo que comportaba, que habían inspirado su singular pacifismo se mantenían y aun se ahondaban, pero aquél ya no podía mantenerse por más tiempo, lo juzgaba como un craso error, y mutaba en una nueva y más compleja concepción de una acción regida por esa filosofía de la fuerza, abriéndose, entonces, a una intervención como desesperado intento de poner límite al mal, consciente de que ello implicaba su utilización. Esa fue también su lucidez cuando un poco después de la frustrada experiencia española, obligada a huir del París ocupado por los nazis, al igual que Bespaloff, al igual que Arendt, y como ellas hacia Nueva York, hará desde allí todo lo posible para tornar como fuera a Europa, a Inglaterra y poder unirse a la resistencia que organizaba De Gaulle. Había que intervenir, y lo hacía, como siempre en su existencia, con todo su ser, poniendo la vida sobre el tablero, quería que le encomendaran alguna misión de especial riesgo y trató de llevar adelante sin éxito un proyecto de enfermeras para los lugares más arriesgados del frente.

Tenía toda la conciencia de que el mal de la fuerza no podría aniquilarse del mundo de los mortales pero sí cabía, como habían enseñados los griegos, poner un límite. No había que engañarse e incurrir en el error de pensar que aquella violencia que permite en una situación extrema limitar atenuando el mal, fuera un bien; había que conservar la lucidez de que uno se adentraba en el mal, y tener clara aquella “ley de todas las actividades de la existencia humana” que el poema del bardo griego había revelado, “la sustitución de los fines por los medios”.

Y aun con todas estas reservas que en ningún caso podían llevar a una especie de justificación de ese uso de la violencia –a pesar de todo por ella admitida–, pues el mal no puede tenerla, tan solo si acaso a un tipo más bien de razonable y humana excusa, seguiría debatiéndose trágicamente en el dilema de su utilización, que no por ello detenía su acción al lado de los que resistían. Sabía muy bien que si el pensamiento cede, entonces el mal está ya desencadenado, y también que “no es posible amar y ser justo más que si se conoce el imperio de la fuerza y se sabe no respetarlo”.

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