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Joaquín Rábago.

Entre la peste y el cólera

Basta recordar lo ocurrido en tiempos de Jacques Chirac: el actual sistema de escrutinio francés, mayoritario dos vueltas, es un instrumento de presión antidemocrática sobre el electorado.

Obliga a votar en esa segunda vuelta al que se considera el mal menor; en ningún caso al candidato o candidata que uno elegiría libremente por estar más o menos de acuerdo con su programa.

Se vio ya claramente en 2002, cuando se enfrentaron el conservador Chirac, que aspiraba a su segundo mandato, y el ultraderechista Jean-Marie Le Pen, padre de la actual candidata al Elíseo, Marine Le Pen.

El primero obtuvo entonces solo el 19,6 por ciento de los sufragios, apenas dos puntos más que Le Pen padre, pero el temor generado por la candidatura de este político fascista hizo que muchos electores de centro o de izquierda terminaran votando a aquél en la segunda vuelta, aunque fuera con la nariz tapada.

Conseguido el apoyo de todos los demócratas, obligados a elegir “entre la peste y el cólera”, como dicen los franceses, Chirac hizo durante los cinco años siguientes de su capa un sayo.

Esto volvió a suceder en las últimas presidenciales, en las que se enfrentaron por primera vez el líder de la République en Marche, Emmanuel Macron, y Marine Le Pen, y es lo que va a suceder una vez más ahora.

Como argumenta el exeurodiputado de los Verdes Daniel Cohn-Bendit, si gana Le Pen, tendrá enfrente a un 70 por ciento de los franceses; pero lo mismo ocurre si el triunfador vuelve a ser Macron.

Con tan poco apoyo popular no se puede reformar un país, explica el exlíder de la revolución estudiantil de mayo del 69, según el cual los franceses tienen que volver a sentir que su voto sirve para algo.

Claro chantaje al electorado

Y es que si bien se mira, el actual sistema constituye una muestra de claro chantaje al electorado: ¡Si no me votáis, estéis o no de acuerdo con mis políticas, parece decir Macron, ya sabéis lo que os espera!

O lo que es lo mismo, ¡votadme a mí, que luego haré con vuestro voto lo que me dé la gana, sobre todo ahora que no tendré que preocuparme más de mi reelección!

Como dice un amigo buen conocedor de la política francesa, “el problema del actual sistema liberal francés es el control de todos los poderes, incluido el mediático”, algo especialmente evidente desde que Macron llegó al Elíseo.

En su campaña para la primera vuelta, Macron anunció medidas que difícilmente pueden gustar a la izquierda como el retraso de la edad de jubilación de los 62 a los 65 años, cuando haría falta no trabajar más sino un mejor reparto y mejor calidad del trabajo.

Macron ha demostrado ser, como le acusa justamente la izquierda, el “presidente de los ricos”, a quienes ha beneficiado durante su primer mandato con medidas como la supresión del impuesto sobre el patrimonio o del que grava los beneficios empresariales.

Como ha explicado el conocido economista francés Frédéric Lordon, uno de sus más duros críticos, el presidente ha puesto en todo momento al Estado al servicio del capital.

Su mandato ha sido una singular combinación de autoritarismo, facilitado por la lucha contra el terrorismo y la pandemia, y gestión pública según el modelo de la empresa privada.

En su modelo de Estado, el poder lo detenta una aristocracia de tecnócratas salidos de las grandes escuelas, altos funcionarios e ingenieros, que son quienes fijan el perímetro dentro del cual se permite la acción política.

De ahí, por ejemplo, el poder creciente de las grandes consultoras externas, muchas de ellas estadounidenses como McKinsey, que se han repartido miles de millones de euros de dinero público, de los que buena parte ha acabado en los paraísos fiscales.

Solo la ya legendaria división de la izquierda, y la insignificancia del insolidario Partido Socialista, ha impedido que pudiera pasar a la segunda vuelta el candidato de la France Insoumise, Jean-Luc Mélenchon, que estuvo a punto de alcanzar a Le Pen.

Mélenchon demostró su gran tirón entre los electores “fâchés mais pas fachos” ('indignados pero no fachas', como dicen en Francia): la parte de la izquierda obrera que no se ha ido a Le Pen, universitarios y profesionales urbanos, además de muchos jóvenes comprometidos con la ecología.

Ahora, la alternativa se plantea una vez más no en términos de derecha e izquierda, sino entre “el presidente de los ricos” y una candidata que, pese a haber suavizado esta vez algo su discurso, tiene un programa claramente nacionalista, antieuropeísta y xenófobo, más ultra, si cabe, que el del húngaro Víktor Orbán.

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