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Joaquín Rábago.

La extraña amistad de Kissinger y Putin

A veces repasar la hemeroteca nos depara sorpresas como, por ejemplo, la de la que podría parecerles a muchos extraña amistad entre Henry Kissinger y Vladímir Putin.

El hoy casi centenario ex secretario de Estado norteamericano fue en 1999 a San Petersburgo para participar en una comisión creada con el alcalde de esa ciudad Anatoli Sobchak, mentor del líder ruso, para atraer inversiones extranjeras al país.

Kissinger era entonces de la opinión de que la URSS se había equivocado al abandonar demasiado rápidamente a sus aliados del Pacto de Varsovia porque la ruptura de ese equilibrio podría tener consecuencias y así se lo hizo saber a Putin.

Estudioso y admirador del estadista y diplomático austriaco Klemens von Metternich, el del famoso Congreso de Viena, Kissinger parecía preferir la estabilidad del viejo imperio ruso a un cambio democrático.

Putin y Kissinger se entendieron desde el primer momento hasta el punto de reunirse al menos en quince ocasiones, una de ellas incluso en la casa del segundo en Nueva York.

En 2007, un año antes de la invasión de Georgia, Kissinger fundó con Yevgueni Primakov, que había sido presidente del Gobierno ruso bajo Boris Yeltsin, un grupo de trabajo para mejorar las relaciones bilaterales.

Formaban parte del mismo, entre otros, el ex secretario de Estado George Schultz, el ex secretario del Tesoro norteamericano Robert Rubin y el jefe del departamento de Rusia de la firma Kissinger Associates, Thomas Graham.

Según cuenta Marcel H. van Herpen, director de la fundación atlantista Cicero, Graham publicó un informe titulado “Resurgent Russia abd US Purposes”(1) en el que se aconsejaba al presidente Barack Obama que reaccionase positivamente a la política de seguridad propuesta por el Kremlin.

En ese informe se criticaba al presidente georgiano Mijeíl Saakashvili por su “vitriólica retórica antirrusa” y se manifestaba una postura favorable a favor de la “finlandización” (neutralidad) de la hoy invadida Ucrania.

Incluso en 2012, después de unas elecciones plagadas de irregularidades que dieron la victoria a Vladímir Putin, el propio Henry Kissinger calificó a ese de “patriota ruso”.

A través de su firma Kissinger Associates, el ex secretario de Estado norteamericano tuvo un papel importante en la privatización de activos públicos en San Petersburgo, ciudad natal de Putin y en la que este sirvió como vicealcalde bajo Sobchak.

De esa acelerada privatización capitalista de corte abiertamente neoliberal, que se extendió a toda Rusia y contó con el asesoramiento de los jóvenes economistas de Yale, entre ellos Jeffrey Sachs, se beneficiaron los que hoy conocemos como oligarcas rusos, que acabaron haciendo inmensas fortunas.

Pero la salvaje austeridad que la acompañó y que tuvo como víctimas a la inmensa mayoría de la población de ese país llevó, según un estudio de la revista médica británica “The Lancet”, a la muerte prematura de millones de rusos y a una importante reducción de la esperanza de vida de la población masculina, algo que sirve para explicar lo que hoy sucede en ese país.

Al reflexionar sobre la extraña amistad entre Kissinger y el presidente ruso, el historiador británico Dominic Green se preguntaba recientemente si Kissinger sería hoy partidario de una federación ucraniana como la propuesta en 2015 por Francia y Alemania en los llamados acuerdos de Minsk y a la que se opuso el presidente Barack Obama.

¿Aceptaría hoy Kissinger, se preguntaba Green en el semanario “The Spectator”, la represión del pueblo ucraniano como precio a pagar por la consecución de un equilibrio en Europa que si no equivaliese a la paz, al menos significase la ausencia de guerra?

(1)“La Rusia resurgente y los objetivos de EE UU”

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