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Julio Picatoste

El (sin) sentido de la vida

A lo largo de la historia, al correr de los siglos, el hombre vuelve una y otra vez sobre las mismas preguntas radicales, aquellas que viven soterradas en el hondón de la conciencia, y que de cuando en cuando brotan inesperadamente, como la erupción incontenida de un volcán por largo tiempo adormecido. Algunas de esas preguntas no parecen tener respuesta y aquellas que el hombre cree haber encontrado resultan a la postre provisionales, interinas, cuestionables. Ninguna respuesta parece satisfactoria, y por eso el hombre una y otra vez remueve el fondo marino de su conciencia y vuelve sobre las mismas interrogantes. El hombre es esencialmente, radicalmente incertidumbre. Convive con ella, le acompaña durante toda su existencia. Sobrevive como puede a la incertitud ejerciendo de buscador impenitente. Tal vez, la primera pregunta, la más radical, fue la formulada por Leibniz: “¿Por qué existe algo y no más bien la nada?” Si la nada fuese (¿acaso puede “ser” o “existir” la nada?) no habría preguntas posibles, pues no hay sujeto que inquiera; las interrogantes surgen porque a la nada se sobrepuso la existencia, si es que alguna vez la nada fue y si es que alguna vez hubo pugna entre la nada y el ser.

David Benatar, profesor de filosofía en la Universidad de Ciudad del Cabo, pesimista que desemboca en el antinatalismo, se hace una pregunta de extrema hondura y gravedad que hiere como un latigazo en el espíritu. ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Tiene la vida, en verdad, sentido alguno? ¿Qué significa tener sentido? La pregunta se refiere a nuestra vida, la vida humana, no al fenómeno biológico de la vida en el planeta en sus diversas manifestaciones. Hablamos de la vida nuestra, la tuya, lector, la mía. Esa vida que –¡terrible drama!– no nos es dado escribir en borrador, sino directamente, sin ensayo, sin pruebas, sin correcciones, en versión definitiva y única.

Para Benatar, desde una perspectiva cósmica, la vida carece absolutamente de sentido. No forma parte de diseño alguno, no tiene finalidad alguna; es, simplemente, el producto de una evolución ciega; nuestra vida es una contingencia mínima. Su eventual desaparición de la faz del planeta sería absolutamente irrelevante en la inmensidad del universo, este seguiría su evolución indiferente. Nadie, en rincón alguno de la inacabable inmensidad del cosmos, habría sabido de nosotros, y el universo, indiferente, seguirá su expansión hacia el infinito desconocido como si no hubiéramos existido. Para ese cosmos sobrecogedor que es encarnación del misterio, no fuimos necesarios y nada ni nadie nos echará de menos. Entonces, ¿qué sentido tiene todo esto? La pregunta no es ya “¿qué somos?” sino “¿para qué somos?” Porque lo que revela el sentido de la vida es la respuesta a esa pregunta; sin ella, la vida humana, inadvertida en la historia del universo, no se entiende. Las religiones avivan el sueño de la inmortalidad del alma, de una existencia más allá de la frontera vital que sirva para explicar la razón de vivir, porque de otro modo se nos hace misterio indescifrable.

Ese es el dramático e irresoluble dilema del hombre. Un dilema cuya tensión se extiende entre dos acontecimientos únicos y sobrecogedores: el nacimiento y la muerte.

Pero si, hoy por hoy, no encontramos sentido a la vida desde la óptica cósmica –sub specie aeternitatis– cabe pensar que lo hallemos (y solo parcialmente, a mi juicio) descendiendo a la menudencia de nuestra realidad, a la pequeñez de nuestro territorio existencial y al cultivo de una causa que trascienda los límites del yo, de modo que lo que hagamos merezca la pena. Cambiemos el ángulo de visión para contemplar el problema sub specie comunitatis o sub specie hominis. Muchas cosas pueden dar sentido a nuestra vida: el amor y dedicación a la familia, el cuidado de los enfermos, la ayuda a quienes tienen necesidad, la mitigación del dolor de los que sufren…

Puesto que ese dilema persistirá mientras haya vida humana, Benatar dice que la forma de desembarazarnos de él es no perpetuándolo, lo que significa renunciar a la procreación impidiendo nuevos nacimientos, en suma, el antinatalismo. Eso no es solución, es derrotismo, rendición del pesimista. Lo que propone va a contracorriente –contra natura– de la vida misma, pues es inherente a ella el irrefrenable instinto de perpetuación de la especie.

Yo no tengo palabras para esclarecer el dilema, entrañable y paciente lector –si es que has llegado hasta aquí–; pero mientras el dilema nos socava las entrañas, vivamos la vida, vivamos “cada día como si fuera el primero y cada noche como si fuera la última”; es el consejo sabio de Eduardo Galeano.

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