Creo que lo peor es quedarse sin sangre en el cuerpo, que los demás te quiten las ganas. Sin sangre para decir lo que te revienta. Sin ganas de pelear por lo que es de justicia material y a nadie parece importarle.

Sin sangre para hacerle entender a un profesor, que si tantas quejas tiene de que a sus alumnos sólo les importa la nota, deje de puntuarles numéricamente por la libreta, por el trabajo en clase, en casa, la presentación, la inter, la pre inter, la evaluación, la recuperación y por olvidarse la ropa de deporte. Y de paso, que la universidad pública, los colegios mayores, las residencias o el sistema de becas dejen de excluirles por una décima.

Sin ganas de repetirles una y otra vez que por favor crean en el potencial de cada niño, en lo que a cada uno le hace diferente. Y si no creen pues que aprendan a creer, porque a creer también se aprende. Sin fuerzas para explicarle a ese tutor, que si solo suma porcentajes solo obtendrá un número y que esos resultados también sirven para evaluarle a él, también miden la valía de quien puntúa. Sin coraje para cortar de cuajo al que tiene sobre un niño (que sólo es un niño) una lista interminable de quejas, de partes y de avisos en una aplicación; porque sí, ahora cuando tu hijo tiene un problema o más bien el profesor tiene un problema con tu hijo es tu móvil quien te avisa. Quizá lo que digo sea una idea absurdamente platónica y romántica de la educación, pero también lo es la noche de Reyes o el 14 de febrero y una parte de mí todavía quiere creer.

Siempre que he hablado con un profesor sobre alguno de mis hijos, me he sentido como la madre de Macaulay Culkin en “Solo en casa”. Esa escena en la que llama a la policía para tratar de convencerles de que pasen por su casa para comprobar si su hijo de ocho años se encuentra bien. La operadora que coge el teléfono le pasa la llamada a uno de sus compañeros al grito de: “Madre histérica por la dos”. Quizás este artículo se convierta en algo así, en un mensaje reenviado de un profesor a otro bajo la rúbrica de madre histérica en el Faro de Vigo.

Mi amiga María del Mar es maestra, como Asún, mi hermana, y como lo fueron Don Joseba y mi madre. Seguro que muchísimos más. Maestros en minúsculas porque las mayúsculas sirven para gritar y ellos parpadean un agradecimiento constante por dedicarse a la mejor profesión del mundo.