El próximo día 7 de abril tendrá lugar en el casino de A Coruña el acto de presentación de la reedición de mi primera novela, “La Niña de Gris”, que empecé a escribir en el año 2007, publicándola en 2009.

He escuchado a diversas personas decir que empiezan a leer una novela y que si los primeros párrafos no le enganchan la dejan porque no están para perder el tiempo. Con la reedición de mi primera novela he decidido asumir el reto de reproducir los primeros párrafos con la esperanza de que se animen a seguir con su lectura y decidan comprarla.

“Había tardado algo más de cinco meses en dar con él, pero cuando lo tuvo en sus manos dio por buenas todas las dificultades que había tenido que superar hasta llegar a ese momento. En el interior de un viejo sobre de papel verjurado, cerrado, y sin franquear, estaba escrito lo que había acontecido durante la noche del 17 al 18 de febrero de 1937 en el monte ‘Vértice del Pingarrón’. Por fin podía conocer el final de la historia que había ido desentrañando paso a paso con la ayuda de Paco Alonso.

Nunca imaginó que su curiosidad por las esquelas lo llevaría al punto en el que se encontraba. Cada día, mientras desayunaba, daba un rápido vistazo a la ‘Voz de Galicia’ y, a pesar de que apenas tenía tiempo porque comenzaba a trabajar muy temprano, no dejaba de ojear los avisos mortuorios que se publicaban en las últimas páginas. De este modo, sabía si tenía que dar algún pésame o asistir a un funeral, algo que era especialmente conveniente para el director de una entidad bancaria como él. Pero las necrológicas también despertaban su curiosidad porque revelaban, en numerosas ocasiones, circunstancias singulares no solo de la personalidad de los fallecidos, sino también de los deudos que se encargaban de su inserción.

"Había otras esquelas ante las que le era imposible permanecer indiferente; (...) que lo irritaban sobremanera, porque revelaban una insólita resistencia a admitir que todos procedemos del mismo barro y que hemos de volver a él de un modo indefectible"

Después de haber leído tantas esquelas ya no le llamaban la atención aquéllas en las que junto al nombre y apellidos del difunto figuraban otros datos, como el apodo, la profesión, la casa familiar a la que pertenecía, la empresa en la que trabajaba, el negocio que poseía, de quién era viudo, o varios de ellos a la vez. Este tipo de necrológicas era muy habitual en su tierra, porque como en Galicia las cosas no suelen ser lo que parecen, la sola filiación de los fallecidos era generalmente insuficiente para identificarlos ante sus conocidos.

Pero había otras esquelas ante las que le era imposible permanecer indiferente. Entre ellas había unas que lo irritaban sobremanera, porque revelaban una insólita resistencia a admitir que todos procedemos del mismo barro y que hemos de volver a él de un modo indefectible. Eran aquellas en las que bajo el nombre del finado se reseñaban, uno a uno, todos sus títulos nobiliarios, profesionales, condecoraciones, medallas y demás honores, ocupando más renglones en ello que en las demás menciones típicas de estos avisos mortuorios. Las denominaba despectivamente “esquelas de presumidos”, porque le parecía indecente que hubiera quien pudiera darse humos de grandeza en el momento de la muerte, acto igualador por excelencia ya que llega a todo ser vivo, sea cual sea su índole y condición. Por eso, cada vez que veía una de estas esquelas no podía dejar de pensar “¡como si en el sitio al que va el muerto le valiera para algo todo esto!”.

(omissis)

Pero aquel martes 18 de febrero de 2003 amanecía para él con una relevante novedad. Después de haber recogido el día anterior en la oficina todas sus pertenencias, y de haberse despedido de sus compañeros, empezaba, a punto de cumplir 53 años, la vida de prejubilado. Una nueva etapa que le parecía incierta, salvo en que había quedado legalmente relevado de tener que sudar por la frente para ganarse el pan y en que ya no volvería a existir para él “el día laborable”, esa especie de pesadilla que acompaña a la mayoría de los humanos a partir de cierta edad casi tanto tiempo como su propia sombra. Por ello esa mañana no había sonado el despertador. Durmió el tiempo que le pidió el cuerpo y se levantó pasadas las diez, sin tener asumido del todo que empezaba a vivir en una especie de fin de semana permanente. Durante los primeros minutos de su nueva vida siguió la rutina de la anterior, pero lentamente. La súbita desaparición de la prisa era la primera señal de su nuevo estatus. Tras ponerse la bata y las zapatillas, abrió la puerta de su piso para coger el periódico que le dejaban cada día encima del felpudo y, después de preparar el desayuno, comenzó a leerlo con detenimiento.

Al llegar a las esquelas, reparó, a pesar de su reducido formato –3 centímetros de ancho por 12 de largo–, en una que había al final de la página 46, en la que, bajo el habitual signo de la cruz, se decía:

“Sexagésimo sexto aniversario de la muerte del alférez legionario el 18 de febrero de 1.937 en el monte Pingarrón. Tu asistente, Paco, que no te olvida. Ferrol”.

El anuncio le llamó poderosamente la atención, no solo porque no mencionaba el nombre del fallecido, sino también porque le parecía un acto de fidelidad emocionante que un asistente siguiera recordando a su alférez sesenta y seis años después de su muerte. “¡Casi toda una vida!” –pensó– Mientras se afeitaba, volvió a recordar la esquela y no pudo dejar de sentir cierta curiosidad por saber quién había sido aquel alférez. Porque si ya era extraño que un subordinado recordara a un superior, todavía lo era más que lo hiciese después de tanto tiempo. Pensó que, solo por eso, el alférez legionario tenía que haber sido una buena persona, aunque como alguien abierto a todas las posibilidades tampoco descartó que pudiera tratarse del simple cumplimiento de un encargo o de una promesa”.

Si no tienen interés en seguir leyendo, es solo culpa mía.