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Eduardo Jordá opinador

Teniente coronel Putin

Hemos visto cientos de películas sobre Hitler y la Alemania nazi, pero apenas hemos visto películas sobre la Rusia soviética y mucho menos sobre los campos siberianos del Gulag. De hecho, si saliéramos a la calle y preguntáramos al azar qué es el Gulag, nos llevaríamos toda clase de sorpresas. ¿Gulag? ¿Gulag? Imagino las posibles respuestas. Una sopa de col. Un tenista… a ver, déjame pensar, ¿croata?, ¿esloveno? Un videojuego de los primeros 90… En fin, cosas así. En cambio, cualquier adolescente conoce la mar de bien lo que significan los nombres siniestros de Auschwitz o Mauthausen. Y por supuesto, todo el mundo sabe quiénes fueron Hitler, Goebbels o Himmler. Incluso los nombres de personajes secundarios del nazismo como Heydrich o Eichmann son bien conocidos. Pero hagan la prueba y pregunten quién era Stalin. O Beria. O Yezhov. Pregunten qué era la GPU o el KGB. Pregunten qué eran las minas de Kolimá. Pregunten quién era Varlam Shalámov. Pregunten, pregunten, y verán qué sorpresa se llevan.

Es asombroso, pero así son las cosas. De hecho, millones de personas en Occidente ignoran quién fue Josif Stalin. Hace poco, el director escocés Armando Iannucci rodó La muerte de Stalin, pero el tono de farsa no le salió bien. Y es normal. Stalin y su corte del Kremlin exigen una estética shakespeariana –algo a medio camino entre Macbeth y Julio César–, y no la estética disparatada de unos Monty Python pasados de rosca. En cierta forma, esa dificultad estética explica por qué Hollywood no ha aprovechado jamás el inmenso material narrativo que tenía en el Kremlin soviético. Con Hitler y las SS se pueden hacer superproducciones a lo Indiana Jones, pero ¿cómo contar la historia de Stalin y de sus esbirros? Comparado con Hitler, Stalin es mil veces más atractivo como personaje. Era más inteligente, más refinado intelectualmente –sabía mucho de poesía–, más taimado, más brutal y estaba mucho más carcomido por el resentimiento. Pero entonces, ¿por qué sigue siendo un desconocido del gran público? Si los productores de Hollywood buscaban historias mil veces más dramáticas que El padrino –llenas de venganza y dolor y ambición y poder y violencia y odio–, solo tenían que adaptar alguno de los libros que cuentan lo que ocurría en Moscú en los años terribles de las grandes purgas. Stalin, de Simon Sebag Montefiore, por ejemplo. O Los que susurran, de Orlando Figes. Pero jamás lo han hecho.

"Nadie en Hollywood se habría atrevido a tratar unos temas que resultan muy incómodos para la izquierda. La izquierda perdió la guerra fría, sí, pero ganó la batalla cultural"

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Hay un personaje, el del secretario personal de Stalin, que da para una tragedia entera. Lo descubrí por casualidad cuando investigaba la vida de la gran Anna Ajmátova. El hombre se llamaba Alexander Poskrebyshev y era la mano derecha de Stalin. Proskrebyshev era una especie de Google ambulante y lo sabía absolutamente todo. Si Stalin quería una cita de un libro, tenía que acudir a su secretario. Si Stalin quería una información fidedigna sobre un militar o un político, tenía que acudir a su secretario. Pues bien, un buen día la esposa de Proskrebyshev fue detenida porque era pariente lejana de Trotsky y la policía secreta la acusó de espía y saboteadora. Proskrebyshev –el fiel secretario que llevaba quince años trabajando codo con codo con Stalin– se puso de rodillas ante él y le rogó que pusiera en libertad a su esposa. Stalin puso su fría mano sobre el hombro de su secretario. “Querido Alexander Nikolaevich, yo no puedo hacer nada. Si la policía ha detenido a su esposa, es que algo habrá hecho”. Eso fue todo. Un año después, la esposa de Proskebryshev fue fusilada. Y aun así, el fiel secretario siguió trabajando quince años más, día a día, al lado de Stalin. Y cuando Stalin cumplió 70 años –se puede ver en un noticiero– la hija de Proskebryshev fue la niña que pronunció el discurso de felicitación y le entregó un ramo de flores al hombre que no había movido un dedo para salvar a su madre. Si esto no es shakespeariano, si esto no es mil veces más interesante para entender los misterios del alma humana que toda esa épica wagneriana de cartón piedra del nazismo que vimos en El hundimiento, es que nos hemos vuelto idiotas. Pero nadie ha querido rodar esto. Ni la HBO ni Netflix ni nadie. ¿Por qué? Mi hipótesis es que nadie en Hollywood se habría atrevido a tratar unos temas que resultan muy incómodos para la izquierda. La izquierda perdió la guerra fría, sí, pero ganó la batalla cultural. Ahí está la prueba.

¿Y a qué viene todo esto? Pues muy sencillo: jamás podremos entender a Putin si no entendemos que se formó en el mundo soviético donde sucedían estas cosas. Putin fue un teniente coronel del KGB especializado en ocultar la verdad y en manipular los hechos. Putin fue un hombre acostumbrado a vivir en un ambiente de delaciones y acusaciones y pruebas falsas. Putin fue un hombre que se crió en un país donde no existían las garantías jurídicas de ninguna clase. Y quien no quiera ver esto, jamás podrá entender lo que ocurre en Ucrania.

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