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Juan Carlos Laviana.

La guerra en casa

Los nacidos en la segunda mitad del siglo XX nunca habíamos vivido un conflicto bélico que nos afectara tanto

Los 3.633 kilómetros que separan Kiev de Madrid no son nada. Es como tener la guerra en casa. Nunca habíamos vivido una guerra tan cerca. Ni la fría, ni la de Vietnam, ni la de Las Malvinas, ni la de Irak, ni la de Siria, ni siquiera la de los Balcanes. Estamos acostumbrados a ver las guerras desde lejos. Con la distancia de meros espectadores. Primero seguíamos las guerras por los periódicos. Luego se empezó a hablar de la guerra de la televisión y, más tarde, de las guerras transmitidas en directo. Ahora nos enfrentamos a una guerra mucho más próxima, no solo por la escasa distancia de los combates, sino porque internet, increíblemente, nos cala más hondo, si cabe, que la televisión.

Dependemos mucho más de internet de lo que dependíamos de la pequeña pantalla, hoy enorme comparada con la de los móviles. No es extraño que se hable la ciberguerra, a la vez que, paradójicamente, vemos escenas propias de los conflictos ancestrales: combates casi cuerpo a cuerpo, tanques arrollando cuanto encuentran en su camino, ciudadanos dispuestos a defenderse con lo primero que encuentren, cientos de miles de refugiados abandonándolo todo. Se habla de ciberataques, de la guerra de internet, que increíblemente nos afecta en lo más íntimo, tanto en la propaganda como por la extrema dependencia de la red que padecemos.

Una de las primeras medidas en esa línea ha sido la orden del Gobierno español de apagar los ordenadores de la administración. Pedía, además, estar muy pendiente de los mensajes de correo electrónico, reducir las conexiones a internet a lo imprescindible, utilizar contraseñas seguras o, incluso, cambiarlas.

No es solo internet. En la vida cotidiana ya se empiezan a advertir señales de alarma. Los bancos están enviando a sus clientes cartas pidiendo serenidad, no desinvertir en este momento tan crítico, aguantar, no mover el dinero ante el peligro de un nuevo crac de nuestras maltrechas economías. No solo. La cadena de suministro se verá afectada de forma inminente. Se avecinan problemas de abastecimiento de energía que se materializarán en subidas de precios. Escasearán alimentos si la cosecha ucraniana se ve perturbada por la guerra. El transporte terrestre, marítimo y aéreo ya se está viendo afectado. Ya se ha disparado el precio de los metales, en cuya producción Rusia y Ucrania son líderes mundiales, y que resultan indispensables para la fabricación de productos tan cotidianos como los automóviles.

Hasta en el deporte lo notamos. Decenas de deportistas ucranianos juegan en nuestro país. Ya han dado muestras de su desolación temerosos por la suerte de sus familias o incluso –como el futbolista Vasyl Kravets, del Sporting de Gijón– se han mostrado dispuestos a dejarlo todo para ir a luchar a su país. Hemos visto a baloncestistas llorando en la cancha o a los jugadores del otrora mítico Dinamo de Kiev vestidos de uniforme, preparados para el combate.

No son pocos los ucranianos que tenemos de vecinos. Nada menos que 112.000 viven en España. Ellos nos enfrentan a su desgracia solo dos pisos más arriba, en el bar de la esquina o el colmado en el que compramos nuestra fruta. No se hacen notar porque son como nosotros. Lo escribía el prestigioso catedrático Emilio Lamo de Espinosa, gran analista internacional, pero que en este caso descendía al detalle que nos toca más cerca. “¿Te imaginas estar ahora mismo fabricando en casa cócteles molotov para defenderte? Es lo que está haciendo una amiga de la familia en Kiev. Sus hermanos están en el frente. Son todos como tú y como yo”. Es fácil de imaginar, porque, efectivamente, son europeos, que han tenido la desgracia de que su país se haya visto castigado con una invasión. Es fácil de imaginar porque, aunque no nos alcancen aún ni las balas ni la tragedia de las decenas de miles de refugiados, esta guerra también es contra nosotros, contra los españoles.

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