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Sosa Wagner

Sectas y mequetrefes

Partidos y pensamiento libre

La secta remite a comunidad cerrada, no ventilada más que por ráfagas de pestilencias, también a poder arbitrario de sus dirigentes, a ortodoxia y heterodoxia, a herejía. La secta es dogma, etiqueta, inquisición, auto de fe, estrella de David más los disparates que la imaginación pueda crear.

Toda organización dirigida por mequetrefes degenera en secta como toda vivienda habitada por guarros deviene albañal. O como todo amor desvariado acaba en crimen.

La secta vive, se recrea y se reproduce en el sectario.

–¿Quién es el sectario? –podríamos preguntar al modo del catecismo.

–Quien repite el argumentario.

Aguantar a un sectario produce náuseas y desarreglos intestinales variados.

La secta es azote del libre pensamiento y el sectario, como lisiado que es, su baluarte voluntario y jubiloso.

En la secta se fabrican las jorobas de la reflexión lúcida y luego se distribuyen entre los sectarios que las arrastran por tertulias y otros cenáculos. Puede sostenerse que el sectario es un asesino por cuanto ahoga con sus topicazos la espontaneidad y la independencia de criterio. Por eso siempre he propuesto que se le receten largas penas, no para sufrirlas en la cárcel sino en espacios ventilados por la discusión, libres de la basura del argumentario.

Una sociedad sana debe prohibir las sectas y de la misma forma que ahora se distribuyen mascarillas contra el virus asesino deberían administrarse lavativas contra el veneno de la secta, líquido amniótico del mequetrefe o zangolotino del intelecto.

"Una sociedad sana debe prohibir las sectas y de la misma forma que ahora se distribuyen mascarillas contra el virus asesino deberían administrarse lavativas contra el veneno de la secta"

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Sectario, mequetrefe o zangolotino son parientes cercanos que conviven alimentándose mutuamente. Se transmiten sus miasmas hasta engendrar al buhonero, al quincallero canalla de las ideas.

A la secta no le interesa el ser humano sino el charlatán pesebrero a quien se le proporciona paja para comer y la toma como si fuera manjar marinero sabiamente aderezado.

Todos estos sujetos lamentables que invoco gustan de amontonar maledicencias, deglutirlas y luego vomitarlas en forma de consignas. Esta, la consigna, es la idea sobada y desnutrida. Ingresar en la Orden de la Consigna, con sus distintivos en plata y en oro más sus grandes cruces, es el sueño de los mequetrefes, de los comparsas de desfiles carnavaleros en los que se glorifica la degradación mental.

Mi amigo Heliodoro (que, por cierto, rima con Teodoro) me lo suele explicar: un país está literalmente perdido cuando sus partidos políticos se envilecen y devienen sectas dirigidas por magos del gatuperio. Y cuando los sectarios, disciplinantes en la procesión de las consignas, ni siquiera lo advierten –añado yo, que también tengo mis ideas–.

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