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Sostenía el general prusiano von Klausewitz, uno de los estudiosos más reputados de la teoría de los conflictos bélicos, que la guerra es la continuación de la diplomacia por otros medios. Pero vivimos tiempos peores que los de comienzos del siglo XIX, en materia de reflexión al menos, y hoy cabría decir que las sanciones son la continuación de la guerra cuando lo que se quiere utilizar es un procedimiento que no sirva para nada. Con la amenaza genérica de aplicar sanciones a las puertas de una invasión como la que Rusia quiere llevar a cabo en Ucrania, si es que no la ha iniciado ya, se abre una línea de futuro conocida de sobras. Ya se utilicen como advertencia o se apliquen en serio, incluso de manera generalizada y firme, las sanciones no han servido jamás para otra cosa que no sea lograr que la población civil del país beligerante lo pase un poco peor. Los gobiernos no se dejan asustar por unos gritos que suenan a indecisión.

Las razones de por qué no sirve vienen inscritas en el núcleo mismo de lo que es una sanción. Se trata de una medida de fuerza, sí, pero de tipo económico y la economía es una actividad humana que se rige por los principios racionales. El mercado ajusta los precios por sí solo, como descubrió Adam Smith, en la medida en que quienes llevan a cabo las compraventas se atengan a beneficiar sus propios intereses. Cabe comprar aquello que, siendo igual en las demás características, es más barato. Pero si nos olvidamos de ese cálculo de la cuenta de la vieja y metemos en el mercado pasiones de cualquier tipo, la ley de la mano invisible desaparece.

Imponer sanciones puede llevar a que el país afectado pase por una crisis económica importante, que las mercancías escaseen, incluso que las finanzas se desplomen. Pero nada de eso puede evitar una guerra ni hacer que se detenga una que ya empezó. Ni siquiera un arma mucho más eficaz para destruir la economía de un país, el bloqueo, pudo lograr en las manos de la Alemania nazi romper la resistencia de los británicos porque Hitler no era consciente del nivel de sacrificio que estos estaban dispuestos a aguantar. Sangre, sudor y lágrimas fue lo que les prometió el primer ministro Churchill a sus ciudadanos. ¿Qué decir, pues, de unas sanciones que, en comparación, resultan un juego de niños?

Dando por cierto que la invasión de Ucrania es un hecho, el presidente Biden anunció la primera ronda de sanciones contra el régimen de Putin. Estados Unidos pretende aislar a los bancos nacionales civil y militar rusos e impedir que la deuda soberana del país pueda financiarse en Occidente. Si eso no da resultado, que no lo dará, se incrementará la presión con medidas aún no aclaradas. Ni siquiera hace falta conocerlas. Si las sanciones fuesen eficaces, las guerras –salvo las terroristas– desaparecerían. Pero Rusia ha invadido a Ucrania y eso es una guerra igualita a las de antes.

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