Me preguntan qué siento, y respondo que lo que siento es pena. La sensación que se me despierta al escuchar y leer todos esos casos de abusos por parte de sacerdotes es esa, pena, abatimiento. La repulsa parece que estaba instalada previamente en los circuitos de mi cabeza, de mi estómago. Los meses en los que estuve escribiendo Sacramento (el libro sobre un sacerdote, Hipólito Lucena, que durante años aprovechó su situación de poder para manipular y abusar de decenas de mujeres) estuvieron impregnados de esas sensaciones. Estudiando aquel caso me parecía enfrentarme a un derrumbe, a una derrota, a una profunda degradación. La degradación de algo que en su origen estaba destinado a la pureza o al menos a alcanzar el mayor grado de integridad del que somos capaces los humanos, y que se convertía en un fruto podrido. La hipotética salvación convertida en un lodazal.

Un lodazal en el que los pastores encargados de velar por el rebaño se dedican a poner cebos y trampas para arruinar la vida de quienes se han encomendado a ellos. Los pastores con la vocación podrida y algo aún más oscuro: el amparo que han encontrado por parte de la institución encargada de velar por la rectitud de las conductas. La Iglesia. Ahí, al pensar en la institución, no cabe la pena. Ahí no hay individuos desviados de ningún camino ni personas que tal vez previamente fueron abusadas. En ese ámbito no caben los sentimientos, solo la aplicación de un código ético, de una moral, que han sido vulnerados. El ocultamiento de unos hechos llenos de sordidez y crueldad solo pueden provocar una repulsa tan racional como contundente. Entre otras cosas porque ese ocultamiento y ese silencio han sido el germen para que nuevos abusos fueran cometidos y para que la sensación de impunidad reinara entre aquellos que se dedicaron a subvertir los valores que decían defender.

A pesar de pertenecer a una familia no creyente, por avatares extraños, estudié la práctica totalidad del bachillerato con los agustinos. En general fue una buena experiencia y no me generó ningún rechazo contra la Iglesia. Cuando hace más de tres décadas tuve las primeras noticias del caso de Hipólito Lucena y sus abusos decidí no escribir nada, entre otras cosas porque no quería ser utilizado como ariete contra esa institución. Y porque en aquel entonces no estaba seguro de que los desmanes cometidos por el cura fueran completamente ciertos. Tan increíble eran. La información recibida posteriormente me fue confirmando la certeza y la magnitud de los hechos. Un sacerdote utilizando el confesionario para captar mujeres, manipular sus conciencias y finalmente tener relaciones sexuales con ellas bajo la estructura de una secta en la que el líder, el sacerdote, imponía las normas. Unas normas que iban en contra del dogma católico.

En aquel caso, la Iglesia, después de una investigación, actuó de modo riguroso, apartó al cura de su parroquia y lo confinó en un lejano monasterio, fuera del país. Sin embargo, aquel rigor no provino del abuso de poder del cura. Como me confirmaría un catedrático jubilado de la Universidad de Granada que en la época de aquel escándalo era alumno de Hipólito Lucena la cuestión a dirimir por la Iglesia era si en aquella transgresión había intervenido Satanás o no. Es decir, si la actividad de Lucena estaba motivada por una mala y exagerada interpretación del amor al prójimo que lo llevaba al acceso carnal con esas mujeres o si lo que se escondía detrás de esa conducta era una teoría herética que lo emparentaba con los iluministas de siglos anteriores. A la vista de lo sacrílego de sus prácticas (fornicación en el altar, profanaciones de lo sagrado), decidieron que Satanás estaba de por medio.

Y la Iglesia actuó. No con la severidad con la que sus antepasados de la Inquisición lo hicieron contra iluminados y herejes de distintas ramas, pero sí con contundencia. Lo hizo en defensa propia. Que hubiera mujeres manipuladas, que hubiese hijos desamparados fruto de aquellas relaciones era una cuestión secundaria. Ese postergamiento, considerar irrelevante los abusos, ha propiciado que se multiplicaran. Tantas víctimas. Tantas vidas mancilladas, rotas. Tanta tristeza y tanta repulsa.

Satanás no andaba en la cadena de despropósitos que ahora salen a la luz, el dogma no era atacado, de modo que la Iglesia podría pensar que se sentía a salvo. Y que el silencio era el mejor remedio. El gran error. Del mismo modo que según aquella versión Satanás anidaba en el alma de Hipólito Lucena y suponía una amenaza, la corrupción de los valores cristianos anidaba en cada uno de los casos de abuso cometido por los representantes de la Iglesia. Y cada uno de ellos suponía un piedra lanzada contra la institución, una agresión, una merma que iba erosionándola y cuyo daño ahora se manifiesta con toda su crudeza.

Del mismo modo que la Iglesia se defendió de Hipólito Lucena, uno de sus últimos herejes, debería haberse defendido de quienes la usaban para cometer unos actos que no solo van contra la naturaleza del cristianismo sino contra el código civil y la dignidad más elemental del ser humano. Los religiosos que están en las zonas más duras o peligrosas del planeta atendiendo en cuestiones básicas a los más necesitados, los que llevan a cabo labores humanitarias en los arrabales más degradados también son víctimas de los abusadores y del silencio de la Iglesia porque esos abusos y ese ocultamiento los coloca bajo sospecha y pone en entredicho a todo un colectivo.

Pueden llamarlo Satanás o como quieran. El mal tiene mil caras y la Iglesia llevará a cabo una mala defensa de sus intereses si le hace frente solo al mal con nombre bíblico y ampara al resto.