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Juan Gaitán

De indiferencia

París puede ser una ciudad muy fría, gélida. No hablo solo del clima. París es una ciudad bellísima en la que los arquitectos firman los edificios como los pintores los lienzos, con el orgullo del artista que reclama su autoría, pero es también una ciudad desalmada donde la gente ya no mira a la gente, donde nadie ve a nadie, una ciudad donde morirse en la calle, en medio de la multitud, sin que nadie se dé cuenta, sin que a ninguno le importe. Una ciudad como cualquier otra.

Pero ha sido en París donde René Robert, el fotógrafo del flamenco, ha muerto congelado. Tenía 84 años. Hacia las 9 de la noche, mientras daba un paseo por una muy concurrida calle en pleno centro, se desplomó inconsciente. Nadie le socorrió, nadie se fijó en él. Bueno, sí. Hacia las seis y media de la mañana, casi diez horas después de su caída, un indigente llamó a una ambulancia. Aún estaba vivo, pero presentaba heridas en la cabeza y una hipotermia severa que no pudo superar.

A través de fotos en blanco y negro pletóricas de color, René nos enseñó la esencia del flamenco. René tenía una forma única de mirar, pero él al parecer era invisible, porque nadie lo vio. Murió a consecuencia de esa ceguera contemporánea de los que no queremos ver. A René lo mató la insensibilidad de nuestra sociedad del individualismo, como ha dicho el periodista Michel Mompontent, gran amigo del fotógrafo: “fue asesinado por la indiferencia. René murió solo en una concurrida calle de la capital sin que nadie se detuviera a socorrerlo… Este trágico y repugnante final de vida nos enseña sobre nosotros mismos”.

Tiene razón. Nos define a todos esta muerte, y no porque el muerto sea un artista irrepetible, sino porque era un ser humano, y porque habrá muchas muertes como la suya pero no nos enteramos. Los anónimos muertos de la indiferencia. No seré yo quien tire la primera piedra del moralista ofendido, porque acaso yo también hubiera pasado por allí sin mirarlo, o tal vez sí lo hubiera mirado y hubiese continuado mi camino pensando, para tranquilizar mi miedo, para calmar mi vergüenza, que seguramente era un yonqui, o un borracho, durmiendo la pesadilla de su adicción y que nada podía hacer por él. No sería la primera vez. No he olvidado una mañana en Nueva York, en la Quinta Avenida, lloviendo a mares, y a un pobre hombre en la acera, orillado contra un edificio, ovillado bajo un mínimo paraguas, de rodillas, aterido y vencido. Pasé de largo, como los otros miles que componíamos la veloz y ciega marea humana. Pero que los otros tampoco hicieran nada no me redime, no me excusa, no me salva, ni de esa vez ni de las tantas otras veces en que hice lo mismo en mi ciudad, en otras ciudades, siempre. Hemos construido una sociedad del individualismo, del aislamiento, de la indiferencia. También del miedo. “No mires a los ojos de la gente”, cantaba Golpes Bajos, intuyendo que son siempre un espejo.

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