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Julio Picatoste

Grecia y Roma (I)

En el principio todo estaba mezclado, después vino el espíritu, separó y puso orden.

Anaxágoras

Me he preguntado muchas veces qué misteriosa ventura, qué vueltas del azar histórico han hecho de Grecia la cuna de la Filosofía y de Roma la del Derecho. ¿Qué milagrosa conjunción de circunstancias –geográficas, culturales, económicas, sociológicas, acaso genéticas…– propiciaron tamaños hallazgos en aquellos concretos rincones del planeta? ¿Qué seducción llevó al destino a sembrar en Grecia la semilla del pensamiento filosófico, y en Roma el embrión fructuoso del Derecho? Se trata de dos hitos inigualables en el desarrollo de la civilización occidental, al punto de que aún hoy vivimos de sus creaciones. Con razón decía Ortega y Gasset que la civilización grecorromana era materna respecto de la nuestra.

Sin duda, el destino fue certero en el hallazgo de aquellos pueblos dotados de un genio singular para sus respectivas y portentosas creaciones. Sócrates, Platón, Aristóteles aún siguen vivos y nos hablan. Con cierto tono hiperbólico se ha dicho que toda la filosofía occidental no es más que una nota a pie de página del milagro de la filosofía griega. Y, por otra parte, hasta nosotros ha llegado aquella sublime y armoniosa construcción que es el derecho romano, el gran legado de aquel pueblo poderoso que fue Roma y que a lo largo de la historia ha estado presente en Europa de manera hegemónica y constante. Decía Goethe –a él se atribuye, al menos– que el derecho romano era como un pato, a veces visible en la superficie, otras invisible, hundido bajo el agua para volver a salir después, pero que siempre está ahí presente.

De nuevo preguntamos, ¿por qué de Grecia es la Filosofía y de Roma el Derecho? Parece que los hados insondables hubieran querido encomendar a cada uno de estos dos grandes pueblos una misión privilegiada y cardinal en la historia de la cultura occidental; de ahí que Mommsen los tuviese por “pueblos gemelos”.

Giorgio Colli al indagar sobre el origen de la filosofía griega, destaca como claves una “disposición retórica acompañada de un adiestramiento dialéctico” que nacen con la aparición de “una fractura interior del hombre de pensamiento”.

Hay un hecho al que Jean Pierre Vernant da especial relevancia: cuando los primeros pensadores griegos empezaron a preguntarse por el origen del universo, lo primero que hacen es emanciparse de la religión, desembarazarse de su ideario lastrado de mitos y potencias divinas. A partir de ahí, el orden cósmico no se hace descansar ya sobre el poder de un dios soberano, al modo de las teogonías tradicionales, sino sobre una ley inmanente al universo que es objeto de una visión geométrica. En ese momento, se produce un avance decisivo: la racionalidad desplaza al pensamiento mítico y la reflexión, a la fábula.

Hay, por consiguiente, un momento prodigioso en el que tiene lugar una revolución intelectual en cuya virtud el logos abate al mito. En cierto modo, podría decirse que aquel instante supuso una suerte de Ilustración acontecida en el mundo antiguo que entronizó la racionalización y la secularización. Ese vuelco histórico, ese giro copernicano del pensamiento es, en palabras del propio Vernant, “inexplicable en términos de causalidad histórica”. Eso es lo que ha llevado a algunos a hablar del milagro griego.

El punto de partida es el asombro, el pasmo del hombre ante la naturaleza, ante el cosmos; ese estado admirativo es, precisamente, el que le lleva a reflexionar sobre sí mismo, y de ese recogimiento introspectivo brotan las preguntas cuyas respuestas busca el hombre a tientas; la historia de la filosofía no es sino la historia de esa búsqueda, la historia de una pasión, la pasión por saber –discendi cupiditas–.

En trance de situar en el tiempo tan prodigioso momento, la mirada del historiador se detiene en el siglo VI a.C., en la próspera Mileto, y en los nombres de Tales, Anaximandro y Anaximenes; ellos abrieron el camino a la especulación libre, sin ataduras religiosas. Ese envite innovador y deslumbrante se explica por las excepcionales condiciones de inteligencia del pueblo griego, su aguda capacidad de observación y un muy desarrollado poder de razonamiento (Burnet).

"La historia de la filosofía no es sino la historia de la búsqueda de respuestas, la historia de una pasión, la pasión por saber"

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Adviértase que estas opiniones presuponen un punto de partida donde asoma ya la alborada del pensamiento creador. Pero en ese intento de perfilar una frontera ideal entre un antes y un después, queda el primero sumido en el misterio de una previa y lenta gestación histórica no del todo conocida, un largo y moroso preludio que se pierde en un recodo brumoso de los siglos precedentes.

No faltan quienes entienden que no hubo tal milagro griego, ni hiato alguno entre concepción religiosa y pensamiento racional, sino continuidad, decurso natural entre teogonía y filosofía, es decir, perfecta correlación entre pensamiento religioso y reflexión filosófica, continuidad histórica, en suma (Cornford).

Pero Vernant añade otro dato que considera decisivo en el nacimiento de la filosofía: la aparición de la polis en torno al ágora, lugar público de discusión y debate; allí se forja y desarrolla la vida política con el uso primoroso y sutil de la palabra que, trenzada en la dialéctica –que no es sino el logos ejercido entre dos–, da expresión al pensamiento.

Con todo, sigue vigente un halo de misterio que nos impide saber a ciencia cierta por qué esta forma nueva de mirar y de explicarse el mundo surge precisamente en Grecia; qué acertada intuición del devenir histórico supo dar con un pueblo que en aquel preciso momento habría de ser de tan extraordinaria fertilidad. La historia de la humanidad, como la del universo, tiene sus propios misterios.

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