No solo la perplejidad basta para contemplar el conflicto originado por el tenista Djokovic en Australia. Hace faltan dosis de indignación y de firmeza para oponerse a esa especie de submundo antivacuna, que incomprensiblemente le apoya y que incluye a ultras, nacionalistas y populistas, que ven en el río revuelto una forma de mostrar su rebeldía y de oponerse emocionalmente a la idea racional de que la ley debe aplicarse a todos. El tenista serbio conocía las reglas del juego y decidió que él no tenía por qué cumplirlas. Las autoridades australianas, en cambio, sí, enmendando el despiste inicial de la Federación de Tenis que le había otorgado inexplicablemente el permiso para competir en el Open.

Ser el número uno en su deporte no le concede a Djokovic el derecho a eludir las normas que rigen para todos y adoptar el papel de víctima. Rafa Nadal, con la sensatez que le caracteriza, ha dicho que ya sabía a lo que se arriesgaba cuando viajó a Australia sin presentar un certificado de vacunación y negándose a confirmar si cumple con los requisitos sanitarios exigidos en un mundo golpeado por la pandemia. De nada sirve que una federación de tenis lo exima de la medida sanitaria para competir en un torneo cuando el país que visita se la exige para dejarlo entrar. ¿Por qué Djokovic tendría que recibir un trato distinto al del resto? En el caso de que se le eximiese de estar vacunado, cualquiera de sus compañeros debería negarse a competir con él por razones obvias de discriminación y riesgo de contagio. Muchos de sus compatriotas, ahogados en el rencor nacionalista que alimenta el odio desde la guerra de los Balcanes, han visto la oportunidad en el popular tenista de reivindicar un orgullo patrio herido. Los antivacuna lo han adoptado como símbolo de resistencia. Se mire por donde se mire, este episodio proyecta una visión precisa y tenebrosa de la horda de indeseables que amenaza a las democracias.