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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Trenes del fin del mundo

Después del AVE, ese tren volador que ha llegado con casi treinta años de retraso a Galicia, se anuncia ahora la irrupción de un tren de borrascas que tampoco acaba de entrar en los andenes, por fortuna. Todo llega tarde y arrastrándose a este reino del noroeste que por algo está situado en el Finis Terrae o confín de la Tierra donde los romanos creían –con algo de razón– que se acababa el mundo.

Salvo para los temporales, que vienen y van en convoy ferroviario, Galicia no es estación de paso hacia lugar alguno. Quizá por eso tuvimos que idear el extraordinario viaje de los huesos del Apóstol Santiago desde la antigua Palestina a las tierras de Padrón. Aquel hallazgo –o invención, que es sinónimo– fue el origen del copioso turismo jacobeo con el que los cielos, y Santiago el Mayor en particular, bendicen a este demediado reino.

Como de aquí no se va a ninguna parte, parece natural que los gallegos emigrasen en su momento a Cuba, Argentina, México y otros lugares solo en apariencia lejanos. Los barcos hacían cola en los puertos de Vigo y A Coruña durante gran parte del pasado siglo para llevarse a la gente de este país que siempre encontró en el mar su frontera más asequible.

Otros reinos de la Península también flagelados por la falta de medios bastantes de subsistencia optaban, más prudentemente, por la vía terrestre y la proximidad. Los andaluces tendían a partir hacia las fábricas de Barcelona; y los castellanos o los murcianos, entre otros, encontraban mucho más hacedero el desplazamiento a Madrid.

“La tendencia natural de los galaicos es más bien de carácter expansivo y, por decirlo en términos viejunos, internacionalista”

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A los gallegos del fin del mundo les parecía más cercana la vía hacia el nuevo mundo; lo que acaso explique el éxodo masivo hacia las Américas. Bien es verdad que las comunicaciones por tierra con el resto de la Península eran entonces lo bastante arduas como para hacer más atractivo el cruce del Atlántico que el salto de la poco franqueable linde del Padornelo.

Fue así cómo se edificó el extraño estatus geopolítico de Galicia, que no aspira a ser un Estado sino una Confederación Mundial vertebrada por todos los Centros Gallegos que pueblan la Tierra. Si la tendencia más o menos natural de los reinos autónomos es la de recluirse dentro de sus propios límites, la de los galaicos es más bien de carácter expansivo y, por decirlo en términos viejunos, internacionalista.

Hay gallegos por todas partes; y quizá los archivos secretos de la NASA confirmen algún día la veracidad de cierto rumor sobre la existencia de gaitas de un solo roncón en ese satélite antes de que arribasen allí Neil Armstrong y sus colegas.

Nada hay de raro, por tanto, en que las elecciones autonómicas sean en Galicia una consulta transnacional a caballo entre dos continentes. Los candidatos hacen campaña imparcial en Santiago de Compostela y Santiago de Chile, a la vez que los mítines pueden encontrar igual acomodo en Vigo, en Buenos Aires, en A Coruña o en Montevideo. Galicia es un mundo en el que se oyen todos los acentos y donde ningún vecino del país se siente extranjero, aunque los azares de la vida le lleven a regentar un bar en Australia.

Que el AVE haya llegado finalmente a este fin del mundo no pasa de ser una anécdota para su pueblo, acostumbrado a fatigar todos los caminos de la mar océana. Por eso no se le ha dado apenas bombo a la noticia en los medios. Solo es un tren.

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