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Ramón Punset

El espíritu de las leyes

Ramón Punset

Pluralismo y fragmentación

Una llamada a la política del pacto entre los grandes partidos

Asistimos últimamente a la escandalera montada sobre el exceso de fragmentación partidista en nuestro país. El Congreso alberga al presente a 19 formaciones políticas, de las que proceden los 350 diputados. Y empiezan a constituirse plataformas para la defensa de cada una de las provincias de la llamada “España vaciada”, tratando de imitar el ejemplo de la ontológica “Teruel existe”, que, con un solo diputado en esta legislatura, viene tratando de arrancar compromisos del Gobierno minoritario de Pedro Sánchez a cambio de su, en ocasiones, indispensable voto. Tales plataformas, en diverso grado de articulación, incluyen a “León ruge” (!) y otras agrupaciones provinciales de la región castellano-leonesa, que celebrará comicios autonómicos en febrero. ¿Qué significa esto? ¿Se precipita España por el despeñadero de los reinos de taifas y el quebranto consiguiente de la viabilidad del Estado?

La fragmentación es, en primer lugar, testimonio de la efectividad de uno de los valores superiores de nuestro ordenamiento jurídico: el pluralismo político. Ya en los inicios de la Transición se temía la denominada “sopa de letras”, es decir, la multiplicidad espectacular de las fuerzas inscritas en el registro de partidos políticos. Durante cuarenta años la propaganda franquista insistió machaconamente en la tesis de que democracia de partidos era igual a desgobierno y república sinónimo de desorganizada casa de locos. La toxicidad de esa propaganda aún persiste en quienes se escandalizan cuando el pluralismo político pisa el acelerador. Me pregunto si los escandalizados podrían vivir en Bélgica, Holanda, los países nórdicos e Italia, y hasta en Alemania y en el Reino Unido anterior al botarate de Boris Johnson, que tiene mayoría absoluta en la Cámara de los Comunes, sin que eso signifique de ningún modo buen gobierno.

"El problema radica en la dificultad del consenso entre los partidos en orden a la existencia de una política de Estado sobre cuestiones vitales"

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El problema no radica, pues, en la sopa de letras, sino en la dificultad del consenso entre nuestros partidos en orden a la existencia de una política de Estado sobre las cuestiones vitales (relaciones internacionales, legislación educativa, vertebración territorial del país, sanidad pública...) que sea verdaderamente transversal y no coyuntural, sino permanente. Formar un Gabinete no es en las más prósperas democracias europeas, sumamente fragmentadas, una tarea fácil. Bélgica y Holanda son ejemplos de récord al respecto, y a la misma Merkel le costaba sus buenos seis meses construir un gobierno de coalición con los socialdemócratas. En Francia la fragmentación partidaria, tan potente como en otros países, se ve contenida en sus negativas consecuencias para la gobernanza mediante un sistema electoral mayoritario de dos vueltas, que, a falta de mayoría absoluta en la primera vuelta, obliga a los votantes a optar en la segunda por uno de los dos candidatos con más sufragios obtenidos en la primera.

Por supuesto, el sistema electoral resulta decisivo para afrontar los efectos más perniciosos de la fragmentación partidaria. Es bien sabido, desde los pioneros estudios de Maurice Duverger, que el tipo de escrutinio proporcional tiende a componer Asambleas fragmentadas y, consiguientemente, a dificultar la formación de un Gobierno estable. En cambio, el escrutinio mayoritario en circunscripciones uninominales propende a la generación de mayorías absolutas y Gabinetes sólidos. Todo eso es cierto, como así mismo que la relación entre diputados y electores únicamente se produce eficazmente en pequeños distritos uninominales, que el parlamentario británico visita cada fin de semana.

"Ni PP ni PSOE han contemplado jamás la posibilidad de una Gran Coalición a la alemana, lo cual ha hecho el caldo gordo a los nacionalistas"

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Mas, en resumidas cuentas, es la cultura del pacto el factor determinante de la gobernabilidad. En España esa cultura se perdió una vez concluida la Transición, verdaderamente modélica en su culto al consenso. ¿Cuáles han sido las causas de esa pérdida? Todas ellas se reducen a la negación de la legitimidad del adversario para ocupar el poder. Así de grave. Las cuatro victorias electorales sucesivas del PSOE entre 1982 y 1993 llevaron al PP a practicar una oposición destemplada, deslegitimadora e implacable. Aznar alcanzó el poder en 1996, gracias a su pacto con Jordi Pujol, y por su buen hacer obtuvo la mayoría absoluta en 2000. Sin embargo, la pérdida de las elecciones en 2004, luego de una catástrofe terrorista demencial, nunca fue aceptada y digerida por los populares, que desde entonces han adquirido el funesto vicio de rechazar como ilegítimo el acceso de los socialistas a La Moncloa. Ni PP ni PSOE han contemplado jamás la posibilidad de una Gran Coalición a la alemana (CDU-SPD), lo cual ha hecho el caldo gordo a los partidos nacionalistas.

Los nacionalistas catalanes y vascos acabaron, a su vez, negando la legitimidad de la Constitución y enarbolaron frente a ella un pretendido derecho natural a la autodeterminación. Por último, los electores comenzaron a descreer de la idoneidad y legitimidad de los dos grandes partidos nacionales, dando lugar a nuevos actores como Podemos (de lazos internos no obstante débiles) y Vox, situados en los dos extremos del arco ideológico. Ese descreimiento llega ahora a su exasperación con el surgimiento de las plataformas provinciales de la España despoblada. ¿Hay, por tanto, que modificar la Constitución o la ley electoral a causa de estos desmembramientos? Para nada. Esta diarreica situación es transitoria y cesará si populares y socialistas dejan de mentarse a la madre a cuenta de la guerra civil, el concordato y la educación. Aprendan la cultura del pacto, y sobre todo, caramba, procuren no designar a líderes tan mediocres en lugar de proponer a grandes estadistas para la dirección del país.

*Catedrático emérito de Derecho Constitucional

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