Una de las –pocas– ventajas que el oficio político ofrece hoy en día a quienes no lo ejercen es que las decisiones de los que sí lo hacen se pueden debatir desde fuera con más seguridad que desde dentro. Sin que la opinión contraria necesariamente conlleve llamadas al orden, multas u ostracismo, como se produce en el interior de un partido cuando se produce indisciplina. Es por eso por lo que, en ocasiones, se alcanzan acuerdos en la Cámara sin que nadie se oponga a pesar de que algunos/as discrepen en la forma o en el fondo. Por si acaso,

Un ejemplo válido de lo que a veces acontece se habría dado en el Parlamento gallego en su sesión solemne de cuadragésimo aniversario. Se abordó la cuestión del Estatuto de Autonomía: la izquierda –BNG y PSdeG-PSOE– propuso su reforma, mientras que la mayoría absoluta del PPdeG la considera innecesaria o, al menos, no prioritaria. Y no hubo disconformidad expresa, a pesar de que en los tres grupos no todos comparten ni el objetivo ni su utilidad. Y, a modo individual, varios –en los dos lados del hemiciclo– lo habían manifestado públicamente.

Resulta evidente que un Parlamento no puede funcionar como lo que el argot llamó “la casa de tócame Roque” como definición del desorden puro y duro. Y que, por tanto, eso que llaman disciplina de partido es clave para garantizar, al menos en teoría, el cumplimiento de los programas, tarea que los electores confían a los elegidos, aunque existe multitud de casos en los que eso no solo ha sido así, sino todo lo contrario. Pero la teoría se mantiene, aunque nadie se haya ocupado de otra gran función de la Cámara que, al menos desde una opinión personal, es la didáctica.

Esa función es clave para que, además de vencer en las votaciones, los/as parlamentarios/as convenzan con sus argumentos sobre todo a la gente del común, que constituye una mayoría cualificada. Y sabe que es imposible que todos piensen lo mismo incluso a la sombra de unas siglas, que conviene explicar con fundamento la causa de la aparente unanimidad y de esa manera contribuir a la formación –es decir, a la pedagogía– democrática de un país. Porque queda dicho que una Cámara no ha de ser una barahúnda, pero tampoco un cuartel.

Siempre desde un punto de vista particular, la izquierda argumentó mejor que el PP los motivos por los que considera útil, cuando no necesaria, una revisión del Estatuto. Por un motivo sobre todos: más de cuarenta años después de su aprobación, no solo han cambiado muchas cosas sino la propia sociedad gallega y las circunstancias en que las vidas de sus habitantes transcurren. Lo que no significa necesariamente que los textos clave de sus derechos y deberes –Constitución y Estatuto– sean ya inservibles, sino que necesitan actualización, y la historia demuestra que cuando esta no se produce a tiempo, el riesgo es mayor y se llama revolución. Un concepto que se puede decir con un alto margen de acuerdo es el de que Galicia no la desea: por ello, quizá, el Parlamento debería, para llegar más alto, más fuerte y más lejos, una reforma –también– de su Reglamento paras que, dentro de un orden, no funcione ni a la voz de “¡ar...!” ni desde las barricadas: solo con auténtica cercanía con respecto a la población, porque es el yunque en el que se forja la democracia de verdad.