Desde el mes de enero del año pasado, en esta columna de la Acera Volada, título inspirado en el nombre que le daban nuestras abuelas al mirador del Paseo de Alfonso XII, a través de cincuenta semanas he realizado cada domingo un trabajo de introspección, tratando de sacar de las profundidades del cerebro todos aquellos recuerdos de niñez y juventud que viví en mi ciudad natal. A pesar de que la memoria es inexacta y el paso del tiempo suele adornar y enaltecer las vivencias, he preferido situar mis narraciones en un campo más cronístico-poético que puramente informativo, tanto en el estilo redaccional como en el acceso a la información, por ello, he intentado huir de la recurrente hemeroteca, tanto como fuente primigenia en la generación de los temas a tratar como en la búsqueda de documentación, de modo que fuera simplemente mi propia memoria, la que me llevara al recuerdo de aquellos momentos del pasado.

...y la acera voló

Echando la vista atrás parecía imposible acumular tal cantidad de experiencias vitales y personajes ligados a esos años en los que tu ciudad es también tu universo. El colegio de parvulitos de la Señorita Celia, las andanzas en la Almoneda de Fina Cácamo en Pi y Margall, las tropelías inconscientes alrededor de los tranvías intentando que descarrilaran y otras muchas andanzas infantiles fueron circulando por mi cabeza y, a medida que escribía aparecían otras nuevas, así como relaciones entre ellas. El monstruo de la imaginación se despertó y no me ha sido difícil cada semana dar con algo que realmente me llevara a poder contar una historia.

Intenté tocar diferentes palos, pero sobre todo que tuvieran que ver con ese corazoncito que nos hace más vulnerables y humanos. Por eso traté de poner en circulación aquellas cosas que hoy parecen anodinas pero que formaban parte de nuestro día a día, desde los sonidos de la ciudad, que le daban su propia personalidad e identidad y difieren tanto con los de hoy, hasta las diferentes zonas que, como el Campo de Caralladas, la explanada de Capuchinos, la Fábrica del Gas o el Cementerio Viejo, hoy están ocupadas por edificaciones, pero que en otro momento y sin ladrillo formaron parte de nuestras vivencias. También he intentado reflejar lo que el rock significó como cambio de paradigma en nuestra generación, tanto por el nuevo modelo rítmico y sonoro de la música, como por la estética asociada al movimiento social. Algo inesperado que alteró en gran medida las relaciones intergeneracionales y donde ya nada volvería a ser como antes.

Aún quedan muchas andanzas que voy recopilando para una posterior entrega, como el recuerdo de aquel profesor salesiano bajito, forofo del Real Madrid, que apodábamos Ninchi y que nos marcó a toda una generación. No hay cena de confraternización de exalumnos de los Salesianos en que no salga a relucir el personaje. Era un sujeto singular muy de la época. Una figura que hoy no tendría lugar. Nos daba la materia de latín, recuerdo que leía en alto las calificaciones declinando los apellidos de los alumnos: “Almón, almonis: cero, ceronis... Amez, amecito: uno, unito...”. Comenzaba por la A y continuaba la retahíla hasta la Z. Un día, no se quien estaba dando lectura memorística de algunos tiempos de los verbos irregulares, que se las traían, sobre todo aquel de: “fero, fers, ferre, tuli, latum” y de repente Ninchi, con su sotana y alzacuellos, se subió a la ventana de la clase del nuevo colegio, una altura equivalente a un tercer piso y, haciendo ademán de dejarse caer al vacío, ante los errores constantes del declinante, dijo: “yo me desespero... me tiro por la ventana... ayúdenme a tirarme”... los niños lo agarrábamos del hábito para que no cayera pero él se zarandeaba alocadamente. Ahora se preguntarán porque nuestra generación tiene, como dicen ahora, una capacidad de resiliencia especial. Quizá sea porque nos ha tocado vivir situaciones anodinas, complicadas, esperpénticas y, porque como decía mi madre: “en la vida al final todo viene a bien”. Después de un episodio como el que he contado, al contrario de lo que sucede hoy, no quedabas para nada traumatizado ni te tenían que llevar al psicólogo para digerir la experiencia, simplemente pillabas aquel carro de ruedas de caja de bolas con pana de madera y punta triangular, que llevaba la suela de la zapatilla clavada en el palo del eje para frenar, subías el Castro hasta donde está el conservatorio de música y desde ahí te tirabas a tumba abierta hasta el Campo de Granada, girabas y bajabas por Cachamuiña hasta el Paseo de Alfonso. Fin del recorrido. Te daba el aire a tope y lo de Ninchi se volvía simplemente una anécdota. A los padres no se les contaba demasiado, bastante tenían con lidiar con su día a día para irles con preocupaciones.

Como podéis observar, queda todavía mucha munición sin usar para incardinar una futura entrega pero en la vida, es importante saber cuándo hay que dar un descanso para poder retomar con más fuerza una segunda oportunidad. Ahora, voy a iniciar un nuevo periplo, a través de otra columna semanal en este mismo diario, relacionada con el envejecimiento, eso a lo que se llega irremediablemente y para lo que no estamos demasiado preparados porque viene sin manual de instrucciones. Aprender a envejecer desde la tierna infancia puede ser una garantía para tomar conciencia de la necesidad de llegar a ese estadío con un plan vital que haga de ese momento cronológico, cada vez más largo y placentero gracias a la medicina y los avances sociales, algo maravilloso que nos permita continuar con las relaciones intergeneracionales como en la etapa pre-jubilar y alejado de cualquier tipo de exclusión o estigma etario. Os espero en la columna “Más allá del gueto cronológico” cada semana en las páginas de este diario.