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De un tiempo –bastante tiempo– a esta parte los regalos navideños toman la apariencia de una cesta en la que se reúnen distintos manjares más o menos relacionados con la época de festejos. En las tripas de la cesta no debe faltar el jamón, por más que el cerdo de origen jamás tuviese la oportunidad de oler siquiera una bellota. Ni tampoco el champán, aunque venga disfrazado ahora de cava.

Pero el concepto de cesta admite tantas y tan dispares variantes que lo único que le presta unidad es el continente en sí, amén de la ocasión en la que toma vida. De hecho, y puestos a las tareas de clasificación, los dos tipos de cesta más difundidos son los de regalo, en particular por parte de las empresas, o los de rifa, que a su vez abarcan un considerable abanico de opciones. De las empresas mejor ni hablemos que, agobiadas como quedan por años de precariedad, han tenido que ir reduciendo las cestas navideñas a un par de botellas de vino todo lo más. Pero las cestas que se ofrecen en sorteo no pueden permitirse semejantes recortes. Tienen que impresionar y lo suelen hacer tirando más de la cantidad que de la calidad porque botes como los de melocotón en almíbar recuerdan casi a los tiempos de la posguerra y, como decía Forges, el jamón es a menudo japonés.

Sin embargo, este año ha surgido una cesta de una originalidad rayana en lo genial. Dicen las noticias que la Policía de Murcia ha desmantelado un punto de venta de droga (punto negro, dicen las crónicas, aunque la razón del color se me escapa) que no solo suministraba estupefacientes sino que, por añadidura, ofrecía a los clientes un lugar discreto en el que chutarse. Garito de droga, parece que se llama ese tipo de establecimiento. Pero lo mejor del episodio está en que los agentes de la Policía, al llevar a cabo el registro del garito murciano, se toparon con una plantilla en la pared para que quien quisiese participar en el sorteo navideño apuntase sus datos. El premio, cómo no, una narcocesta que, según el reportaje, incluía nada menos que todo un surtido de sustancias adictivas: cocaína, hachís y alcohol, amén de dinero en efectivo con el propósito, imagino, de reponer las existencias consumidas.

La narcocesta debería ser, en propiedad, un invento de los cárteles del otro lado del Atlántico. Allí dieron, al menos, con los narcocorridos y prestaron carta de naturaleza a la vida en compañía del mundo de la venta nada disimulada de marihuana y cocaína, productos tan habituales como los de los supermercados. Se les tendría que haber ocurrido a ellos lo de la cesta navideña y puede que sea así aunque yo no me haya enterado. Pero el detalle, mejor, el que eleva a la condición de maravilla el invento de la narcocesta es que además de los productos indicados incluía, ¡ay!, un jamón. Japonés, pongo por caso.

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