Deambulando por la Sierra Media nos rodea un grupo de incesantes golondrinas, insólito en diciembre. Llamo a mi naturalista de cabecera y dice que se trata del avión roquero, de la familia pero sedentario. Sobre nosotros planean media docena de grandes buitres, que se juntan luego con otros grupos hasta alcanzar la veintena. Sentados al borde de una alta pradería, con un gran panel de crestas nevadas enfrente y a la espalda una honda vaguada metida en sombra, hacemos el ritual navideño de cava y golpe de mazapán cuando al girar la cabeza tras el brindis lo veo columpiándose sobre la vaguada, a la altura justa en que le rozan los destellos del sol. La elegancia superior de su vuelo y el brillo de sus colores destacando sobre el hondón de sombra entran en resonancia en mi cerebro con el toquecito del cava y transfiguran el instante, para siempre ya en mi archivo de apariciones.
