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Javier Junceda

El capital público

El sistema capitalista chino, según Thomas Piketty

La que va camino de convertirse en la primera potencia del planeta retiene en manos públicas apenas un tercio de la propiedad de su país, cifra similar a la de las economías de libre mercado de hace años o incluso de alguna actual. El resto es de capital privado.

Cuando comenzaron sus reformas, los activos estatales superaban el setenta por ciento. De ese exiguo porcentaje de titularidad gubernamental, el suelo se ha privatizado en su mayor parte. Y cerca de la mitad de las empresas chinas son hoy de particulares e inversores extranjeros. Desde luego, si eso es comunismo como siempre hemos entendido y nos lo han contado, que venga Dios y lo vea.

Estos datos, extraídos de la última obra de Thomas Piketty –un autor nada sospechoso de tendenciosidad contra los postulados colectivistas–, sitúan al régimen pequinés como un sistema capitalista más, aunque se vista de “socialismo con características chinas”. De hecho, el propio Piketty destaca que su principal diferencia con los demás radica en la ausencia absoluta de libertades, al calificar a China como “dictadura digital perfecta” que no deja ni rastro externo de sus principales decisiones internas, con generalizada vigilancia de la población en las redes sociales, represión de disidentes y minorías o, en fin, amenazas militares a su entorno geográfico más próximo.

Pero también añade Piketty el fuerte aumento de las desigualdades allí, la extrema opacidad en su distribución de la riqueza y el “consiguiente sentimiento de injusticia social, que no es posible de acallar eternamente a base de encarcelamientos y aislamientos”.

Este desolador panorama contrasta, desde luego, con aquella ecuación tradicional de que la democracia era siempre garantía del librecambio y este a su vez vacuna contra el totalitarismo. Los ochenta años que pronto cumplirá en el poder el partido único chino confirman que resultan posibles autocracias con tintes liberales, aunque no es seguro que algo así pueda prolongarse demasiado en el tiempo.

“China tiene en manos públicas apenas un tercio de la propiedad de su país, cifra similar a la de las economías de libre mercado de hace años; el resto es de capital privado”

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El caso es que ni en la mismísima China se tira del dinero público con la alegría con que en otras partes se hace. Y eso sin disponer ni de la millonésima parte de su inconmensurable capacidad financiera.

La creencia en unos presupuestos que lo aguantan todo, haya ingresos para sufragarlos o no, lleva años extendiéndose con la entusiasta adhesión de buena parte de las clases dirigentes, incapaces de comprender que donde no hay no se puede sacar y que tanto va el cántaro a la fuente que acaba por romperse.

Digámoslo sin rodeos: han dejado de existir en el mundo modelos alternativos a la iniciativa privada. Ni esa peculiar extravagancia china del capitalismo comunista –o comunismo capitalista– puede ponerse ahora como excepción, porque ya se ve el acusado proceso de privatización que ha experimentado, abrazando sin rubor la dinámica capitalista hasta en sus grados más acentuados.

Este evidente y elemental escenario internacional debiera de tenerse bien en cuenta a la hora de plantear más y más intervenciones con capital público en infinidad de asuntos, entre ellos en el ámbito empresarial, a través de nacionalizaciones o rescates a compañías quebradas. Ni ese capital es un saco sin fondo ni una mera ilusión financiera, sino un dineral salido de los bolsillos de cada uno de los ciudadanos para sufragar exclusivamente los servicios indispensables y necesidades por el estilo, pero nunca para menesteres diferentes.

Sostener algo distinto lo encuentro no solo disparatado sino hasta temerario, porque llegará un día en que no tendremos ni para lo básico, por más que contemos con un maná comunitario que no es descartable tampoco deje de llegar precisamente por el abuso habitual que hacemos de él al no aplicarlo a lo fundamental.

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