En esta nueva etapa de compartir con ustedes, apreciados lectores, reflexiones sobre palabras del Diccionario de la RAE (que voy a combinar con otros artículos en los que abordaré otras cuestiones) debo confesar que al buscar la palabra “alegría” me llevé una sorpresa. Y ello porque, lejos en encontrarme, como esperaba, con unas acepciones que reflejaran jovialidad, me topé con unos significados algo faltos de gracia y viveza. En efecto, por alegría el Diccionario de la RAE entiende: “1. Sentimiento grato y vivo que suele manifestarse con signos exteriores. 2. Palabras, gestos o actos con que se expresa el júbilo o alegría. 3. Irresponsabilidad, ligereza”.

En relación con el primero de los significados, que se refiere, como puede deducirse, al denominado “estado de alegría”, se observa que no se alude para nada a si la alegría es un sentimiento ocasional o, por el contrario, permanente. La cuestión no me parece irrelevante porque lo que convendría determinar es si cuando decimos de alguien que es una persona alegre estamos afirmando que está en un estado constante de alegría o si, por el contrario, lo es porque predomina en él esa actitud.

En las cuestiones –como la que antecede– que tienen que ver con los perfiles del carácter de las personas, es claro que los modelos no son puros y tajantes, sino de prevalencia de una característica sobre las demás. Piénsese por ejemplo sobre el optimismo y el pesimismo. Salvo circunstancias patológicas, los individuos más que ser enteramente optimistas o pesimistas, somos tendencialmente optimistas o pesimistas. Lo cual quiere decir que se tiene la propensión a ver y juzgar las cosas en su aspecto más favorable (optimismo) o en el más desfavorable (pesimismo). Pero nadie es -insisto- entera y constantemente optimista o pesimista, sino predominantemente de una manera o de otra.

Lo mismo sucede con la alegría. Y es que la alegría, como su contrario la tristeza, son, a mi modo de ver, dos caras de una misma moneda y, por tanto, inseparables: la cuestión es cuál de las dos mostramos con mayor frecuencia. De tal suerte que tendremos por alegres a los que nos ofrezcan habitualmente un carácter jovial y por tristes a los que nos lo muestren de aflicción o pesadumbre.

“La alegría, como su contrario la tristeza, son, a mi modo de ver, dos caras de una misma moneda y, por tanto, inseparables”

La segunda acepción (“Palabras, gestos o actos con que se expresa el júbilo o alegría”), no alude al aspecto interno del carácter de la persona, sino al externo o manifestado. El significado alude a los signos externos (palabras, gestos o actos) de una persona que revelan su estado interno de alegría. Normalmente, existe una correspondencia ajustada entre lo sentido y lo manifestado: realiza actos de alegría el que está alegre. Pero sucede también que hay quien se manifiesta alegre cuando está triste y, lo contrario, triste cuando está alegre. Lo cual no suele obedecer a una situación de puro capricho, sino a razones de conveniencia, por ejemplo cuando se interpreta una obra teatral en la que el actor tiene que actuar en el sentido contrario al de su propio carácter. Y es que el ambiente o la profesión de una persona determinan, a veces, la postura de alegría o de tristeza que debe exteriorizar con independencia de la que realmente sienta en un momento determinado. Por eso, hay palabras, gestos y actos que expresan un júbilo aparente en la medida en que no coinciden con el real que internamente posee el sujeto.

La tercera acepción “Irresponsabilidad, ligereza” alude a un comportamiento que revela una actuación irreflexiva. Esta es una significación que resta prestigio a la palabra “alegría”. Y es que decir de alguien que actuó alegremente o con alegría, lejos de ser una alabanza, puede suponer un reproche. Así sucede cuando se acusa a alguien de actuar con inconsistencia, volubilidad, irreflexiblemente, que no son, desde luego, los ingredientes propios de un modo de actuar en el que se sopesan todas las circunstancias del hecho en cuestión.

Para finalizar este brevísimo repaso a la palabra “alegría”, me parece conveniente hacer tres puntualizaciones. La primera es recordar el proverbio persa de que “la mitad de la alegría reside en hablar de ella”. Con esto se quiere decir que favorece la inmersión en el estado de alegría (primera acepción) practicar con sinceridad la segunda de sus acepciones: dar señales de júbilo y rodear la conversación de una atmósfera que propicie el sentimiento grato y vivo en que consiste aquel estado. Y es que parece difícil sentirse triste hablando de la alegría. La segunda consideración tiene que ver con una afirmación atribuida a Sófocles según el cual “la alegría más grande es la inesperada”. No le falta razón al escritor griego, aunque tal vez habría que precisar que es lo inesperado, más que la alegría, el suceso que la provoca.

La tercera y última reflexión merece un aparte porque existe una tendencia a asociar la alegría con la ligereza de pensamiento e indirectamente la tristeza con la profundidad, de suerte que se tendrá por poco inteligentes a los que sean felices, de acuerdo con la frase conocida de que “la ignorancia es dicha”. Se advierte en estos juicios descalificadores cierta sensación de prepotencia que personalmente me niego a aceptar. No soy en modo alguno experto en psicología, pero lo que he podido observar a lo largo de mi vida es que una cosa es la inteligencia y otra la personalidad.

Por eso, puede asegurar que he conocido a personas muy inteligentes con buen carácter y a otros menos dotados intelectualmente con una acidez de carácter que los hacía difícilmente soportables. Más aún: no sería sincero si no dijera que las personas de mayor nivel con las que me crucé a lo largo de mi vida eran muy modestas y humildes. Y aunque no desconozco que la alegría y la modestia son cualidades diferentes, creo que no es extraño verlas anidar conjuntamente en personas inteligentes y, sobre todo, repletas de naturalidad; esto es, “espontaneidad y sencillez en el trato y modo de proceder”.