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Alberto Barciela

La verdad de la comunicación

Hace apenas un mes, se clausuró en Madrid el V Congreso de Editores Europa, América Latina Caribe, con 40 directores con influencia sobre 59 países, entre ellos Alemania, Francia, Italia, Polonia, Portugal y todos los iberoamericanos. Se habló de la “verdad construida”, algo que va más allá de las fake news, de la mentira, de un aspecto que con prevalencia dominan mafias, robots y poderes ocultos inscritos en un mundo enredado en sí mismo, pleno de notoriedades espontáneas, de influenciadores ocultos, de imágenes atractivas pero vacías. Ellos son los que controlan datos que deberían ser íntimos e intransferibles sobre nuestras economías y debilidades.

Todo ello ha valorizado el papel que los profesionales de la información aportamos como intermediarios entre los poderes y los ciudadanos, obligados por códigos deontológicos exigentes, por una formación permanente, con una responsabilidad firmada en medios con líneas editoriales claras, con el compromiso de recurrir a fuentes limpias, fiables, de contrastar informaciones, de servir a la verdad, de responder ante la Justicia y de rectificar en caso necesario.

En su primer punto, la Declaración de Madrid aprobada en el aludido Congreso por unanimidad, se dice que: “La comunicación es vanguardia global y ha de responder en tiempo real a las demandas de transformación y adaptación económicas, empresariales, sociales o tecnológicas, manteniendo sus principios de defensa de la democracia, las libertades, singularmente las de opinión y/o expresión, igualdad o justicia, y en general, de todos los derechos humanos”. En su quinto punto se reafirma que “el ámbito económico de la comunicación representa uno de los segmentos económicos con mayores posibilidades de crecimiento y, consecuentemente, de incidencia en la creación de riqueza y empleo”.

"Recurrir a los medios de comunicación tradicionales, a las firmas reconocibles, sea en el soporte que fuere, es la mayor garantía de fiabilidad, quizás la única"

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La realidad impuesta por un mundo globalizado ha desvanecido buena parte de los resultados económicos del mundo de la comunicación, debilitándolo al desvirtuar la financiación suficiente de lo que ha de considerarse como un servicio público, un bien de todos, el que asegure la transparencia, lo veraz, el interés común.

Durante mucho tiempo la convivencia ha tenido un referente basado en un estado de opinión libre, asentado sobre columnas e informaciones firmadas, avaladas por un criterio firme nacido de la vocación de informar, formar y y entretener. Ahora, multiplicadas las posibilidades informativas, cuando el exceso de noticias provoca una suerte de censura y desnorte, recurrir a los medios de comunicación tradicionales, a las firmas reconocibles, sea en el soporte que fuere, es la mayor garantía de fiabilidad, quizás la única.

Ya en entre los siglos V y VI a. C. , Estobeo, el doxógrafo –oficio de la literatura que comprende aquellas obras dedicadas a recoger los puntos de vista de filósofos y científicos del pasado sobre filosofía, ciencia y otras materias–, se lamentaba: “Desgraciadamente, la opinión tiene más fuerza que la verdad”. Tendrían que pasar siglos, hasta que Voltaire (1694-1778) , puntualizase que “no ha habido autenticidad hasta los tiempos en que las gacetas y los periódicos, contradiciéndose unos a otros, han dado ocasión de examinar los hechos para que luego fueran discutidos por los contemporáneos”. Es posible que hoy los ciudadanos puedan condescender al admitir lo que se evidencia como falso. Esto solo se corrige con formación, con suficiencia para entender lo que en verdad está pasando. El resto son cuentos.

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