Algunos observadores, quizá los más ingenuos, llegaron a manejar la idea de que las temporadas dedicadas a la caza del adversario político –y, de paso, algún otro– decaían ya en el oficio público. Otros, acaso con mayor veteranía, lo descartaban, al menos mientras no remitiese la inundación de asuntos pendientes en juzgados y tribunales. Y, en fin, los más antiguos consideran que las cacerías forman parte de esa profesión y por tanto se han convertido en costumbre. Una mala costumbre sobre la que debería reflexionarse en serio porque la realidad demuestra que esa táctica descalifica a la profesión en su conjunto.

Alguna vez se ha dicho, desde un punto de vista particular, que en este tipo de hábitos no se busca el castigo para quien haya delinquido, ni el restablecimiento del orden jurídico dañado, y mucho menos el interés de la Justicia: a los tiradores les basta con el ruido del disparo porque el estruendo es lo que en realidad buscan. Desde la convicción de que las víctimas –el cargo y su partido, adversarios ambos– salen dañadas, importa un rábano la presunción de inocencia porque para los cazadores eso es solo una prédica que apenas se somete a la ley del embudo.

Para ese tipo de situaciones es aplicable el principio que inventó Murphy al establecer que todo lo malo puede empeorar aún más, y empeora. De momento, los ataques solían –aunque no siempre– terminar tras el fallo de los jueces declarando culpabilidad o inocencia, pero eso se acabó: ahora ya se lapida incluso a quien no ha sido ni acusado ni juzgado. Y se sustituyen las sentencias por suposiciones e interpretaciones nunca favorables a los “reos” situados en el banquillo mediático que, como se ha demostrado, puede ser el peor de todos.

Es el caso de la señora Silva, presidenta de la Diputación de Pontevedra y recién elegida también del PSdeG/PSOE. Contra su persona se ha desencadenado una tormenta política, que no judicial –doña Carmela no ha sido siquiera investigada–, que se desarrolla en el marco de un futuro duelo electoral en Vigo entre candidatos a la dirección local del PP, con el aspirantazgo a la Alcaldía como telón de fondo. A partir de esos hechos cada cual puede elucubrar acerca de si hubo nepotismo en el caso, pero un mínimo de seriedad exige que cualquier acusación, mediática, partidaria o coyuntural parta de hechos, no de supuestos.

Y es que creer en la Constitución, defenderla, implica respetar todos los derechos que proclama. Entre ellos el que abrió la línea humanística penal y que supuso en teoría –ya se ve que en la práctica no del todo- el fin de la barbarie: la presunción de inocencia que, en este caso, ni siquiera debería ser invocada, en la medida en que nadie de quienes podrían –y deberían si hubiere indicios de delito– investigar primero y juzgar después, lo ha hecho. Ocurre que las malas costumbres, entre ellas la de buscar cualquier oportunidad para desgastar a un –o una– posible rival, no sólo rozan la frontera de lo impúdico, sino que atraviesa la de la decencia. Y esto, que ha sido reiteradamente expuesto como opinión personal, se puede aceptar o interpretar de modo torcido –otra mala costumbre–, pero reza tanto para las gentes del PSOE como las del PP, que ambos cuentan entre sus filas un buen número de víctimas inocentes de estas cacerías. Lo sorprendente es que sus direcciones aún no hayan descubierto ni la ley de Murphy ni el dato de que nadie está a salvo de esas tácticas, ni para recordar el refrán que avisa que “donde las dan, las toman”.