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Juan Gaitán

Una ciudad

Alguna vez he dicho que la ciudad del sur que habito y que me habita es una niña trimilenaria que se hace y se deshace constantemente porque tiene sangre de arena. Y he dicho, con mucha nostalgia, que por esa indiferencia suya hacia sí misma es un lugar donde un padre no puede llevar a su hijo a aquellos lugares donde, de niño, a él lo llevo su padre, porque ya no existen, porque han cambiado, porque ya no son lo que un día fueron. Todo se construye sobre otra cosa, el escenario cambia constantemente, de generación en generación, y a veces hasta varias veces en una misma generación.

Sospecho que quizás esto pasa en todas partes, que es lo mismo en Málaga que en Vigo o en Gijón. En estos días se ha anunciado en mi ciudad que un viejo café, uno de los dos viejos cafés que quedan en el centro, cerrará sus puertas tras las fiestas navideñas. Ese café centenario es parte de mi memoria (sale en una novela mía, Aware, con el nombre cambiado, pero es perfectamente reconocible). Alguna vez he llevado allí a merendar a mi hija, cosa que ella no podrá hacer con mis nietos. En un par de meses ya no estará y habrá un hueco que llenará, seguramente, una franquicia de una multinacional.

Siempre falta poco para el olvido, pero una ciudad es aún una ciudad, quiero decir, tiene su idiosincrasia, sus señas de identidad, su personalidad, cuando alguien puede recordar, al pasar, “aquí estaba el Café Central”. Pero ya queda muy poco, apenas nada, para que alguien al pasar solo pueda recordar “aquí había un Zara” idéntico a cualquier otro que puedes encontrar en Londres o Pekín, que habrá sido sustituido por un Starbucks idéntico a cualquier otro que puedes encontrar en Londres o Pekín.

Alguna vez he contado también aquello que Borges, hablando de estas cosas, decía: “He nacido en otra ciudad que también se llamaba Buenos Aires./ Recuerdo el ruido de los hierros de la puerta cancel./ Recuerdo los jazmines y el aljibe, cosas de la nostalgia”. Aquella ciudad solo estaba ya en su memoria, como solo está en la mía, quizás solo en la mía, aquella esquina del viejo barrio desde donde mi padre y yo, escondidos (apenas tendría yo cinco años), aguardábamos a que el gitano de la fragua entonase el martinete, o las sesiones matinales del Cayri, aquel cine de mi barrio, o las gambas con gabardina de Los 21.

“Una ciudad es un trocito/ del papel de un mapa”, cantaba la comparsa de Jesús Bienvenido hace unos años para explicar que una ciudad es más, mucho más, porque es parte esencial de tu vida y tu forma de ser, porque es parte de tu cultura, de tu patrimonio emocional, el imborrable y necesario escenario de tu memoria, ese que, menos mal, no pueden vender a una franquicia.

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