Emocionante despedida la que le fue tributada a Almudena Grandes en el cementerio civil madrileño, el que ella expresamente eligió, donde reposan ilustres proscritos, aquellos que fueron condenados con iniquidad y soberbia al último destierro más allá de la vida y más allá de la muerte. Ella quiso compartir su descanso con ellos, estremecedora alegoría de la lucha final, grito silencioso y solidario, más allá de la vida, más allá de la muerte.

Ella escribió la crónica menuda de una España llagada, la intrahistoria sombría de una España en blanco y negro, de vencedores y vencidos, tejida de historias arrinconadas de hombres y mujeres sobrevivientes, secuelas de una guerra interminable, vidas enmudecidas por el estruendo de una falsa victoria a las que ella puso voz.

Bajo un frío sol de noviembre, el coche fúnebre avanzaba entre brazos que enarbolaban y agitaban libros de Almudena, como si quisieran aventar las palabras que sus páginas guardan y así poblar el aire de nombres y pronombres, de verbos y adjetivos. Los asistentes cubrieron su último viaje con un manto de palabras y de letras echado al vuelo, y como una lluvia triste, la más triste e inconsolable, bajaron aquellas a posarse en la sima más honda donde habita ese adiós desnudo que es el silencio y donde un beso lleno de versos reposará con ella para siempre.

Y de pronto, el estupor inesperado. Un silencio institucional inexcusable; ni de su alcalde, Almeida, ni de la presidenta de su Comunidad, Ayuso, salió una palabra de despedida para una madrileña ilustre, ni gesto alguno de consuelo para la familia. Su jefe de filas, Casado, sí supo estar a la altura del momento y tuvo palabras de condolencia y recuerdo para la gran escritora. Pero ellos, altivos, miraron hacia otro lado con gesto de calculada indiferencia; de nuevo la desmemoria, frialdad de corazón helado, otra vez la condena del silencio. El mismo que ella rompió con sus novelas. Porque hay silencios que debían estar prohibidos. Ella lo entendió. Los que ahora callan, no.