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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Vacunarse para beber

Temerosos de que Bill Gates les implante un microchip en el brazo o simplemente remolones, algunos españoles no se habían vacunado aún; pero ya empiezan a cambiar de idea. Bastó que algunos reinos autónomos exigiesen el certificado de inoculación como requisito de entrada a los bares para que se formaran casi de inmediato largas colas de postulantes a la vacuna. Con las cosas de beber no se juega.

La reacción ciudadana, del todo esperable, confirma hasta qué punto los bares son una institución de carácter abiertamente sanitario en España.

Era bien conocido ya el papel de estos puntos de atención continuada en el tratamiento de la depresión y otras dolencias psíquicas que requieren la paciente consulta del camarero. Cuando a alguien lo abandona su pareja, sufre un revés económico o los dos contratiempos a la vez, lo habitual es que acuda a su psicoterapeuta de barra para aliviar –entre copa y copa– los síntomas de la enfermedad.

También parece probado que el hábito de reunirse a la hora del aperitivo favorece la socialización, con los sanos efectos que eso ejerce sobre la mejora de la salud mental y por tanto la física de los parroquianos. Pero aún hay más.

A los beneficios ya constatados han venido a añadirse ahora los que ponen a los bares y restaurantes en primera línea de lucha contra la pandemia. Gracias al tirón que ejercen sobre la ciudadanía, fue suficiente la exigencia de un pasaporte sanitario a quienes pretendan franquear la aduana de las tabernas.

Entre creer a quienes les decían que las vacunas son un invento del demonio o dejar de tomar los vinos, la elección no ofreció la menor duda para muchos de los que flojeaban a la hora de pincharse. Lo único raro es que los gobiernos –autonómicos en este caso– hayan tardado tanto en descubrir la eficacia de tan sencilla fórmula.

Otros países habían intentado estimular la vacunación de los indecisos con métodos más o menos imaginativos y diferente grado de éxito.

Los americanos, que todo lo resuelven con dinero, recurrieron por ejemplo al pago de cien dólares por vecino que se dejase pinchar en el caso de Nueva York.

Estados como el de Ohio subieron literalmente la apuesta al organizar una lotería con premio de un millón de dólares cada semana entre quienes accediesen a inmunizarse. La tasa de vacunación subió un 45 por ciento. En Colorado ofrecieron licencias gratuitas de caza y pesca, con bastante menor éxito, todo hay que decirlo.

Mucho más práctico, el gobernador de Illinois convidó a una ronda gratis en los bares y restaurantes de su Estado a todos aquellos que aún dudasen en pasar por el trance de la jeringuilla.

En alguna ciudad de la India llegaron a premiar a los vacunados con aretes de oro para la nariz, si bien la más creativa de todas fue la autoridad al mando de Transilvania, en Rumania, cuya oferta consiste en un “diploma de inmortalidad” previa vacunación en el castillo del conde Drácula.

Aquí no hemos llegado tan lejos, pero a cambio es más efectiva –y económica– la decisión de vedar la entrada a los bares a quienes no demuestren haberse pinchado. O te vacunas, o no bebes. Qué sería de España sin estos centros sanitarios.

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