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Matías Vallés.

Sudáfrica paga la transparencia

Ómicron llegó a Madrid. La nueva variante del coronavirus con 32 mutaciones en sus garfios sigue desplazándose en su medio de transporte favorito, el avión. Una ecuación sencilla permite trasladar los 61 contagiados en sendos trayectos de Johannesburgo a Ámsterdam, de once horas de duración, al conjunto de los vuelos planetarios sin indagación del pasaje.

Llegados a este punto, todos los artículos publicados hasta la fecha se apresuran a decretar que el amontonamiento de pasajeros en aviones funciona con extrema seguridad, contra un insidioso virus con preferencia por los espacios cerrados y cargados de seres humanos. Esa presunta inhibición se debe a las mágicas virtudes de la renovación de la atmósfera vigente en las aeronaves.

Por desgracia, la inmunización de la aviación no ha convencido a los inversores, que desde la aparición de la variante ómicron han castigado con dureza a las líneas aéreas. Tras su divulgación, las bolsas mundiales se desplomaron con estrépito el viernes. Con algunas excepciones, porque Moderna ha disparado su cotización un 32 por ciento en dos días. Sin embargo, está prohibido recordar que la vacunación no solo rebaja notablemente los ingresos hospitalarios y fallecimientos por COVID, sino que también supone un negocio boyante en tiempos de inflación desatada, la nunca vista en España.

El filtraje de la variante ómicron a los países europeos cuestiona las virtudes de las restricciones aéreas selectivas en la prevención de contagios. Las autoridades sanitarias españolas se felicitaban de “lo importante es que se haya detectado” la nueva transfiguración del coronavirus. El conocimiento casi inmediato ha sido posible gracias a la diligencia sudafricana, con un contingente relevante de laboratorios y científicos que ya combatieron una de las peores epidemias del sida.

Sudáfrica también es la entidad estatal más castigada del continente, o la única que lleva una contabilidad aproximada, con noventa mil muertos por la pandemia. Su ejemplar ejercicio de transparencia le ha llevado ya a apadrinar dos variantes del COVID. Nadie negará a los países del mundo una reacción determinante y con presteza a la sinceridad sudafricana, consistente en castigar ese comportamiento virtuoso con un aislamiento inmediato de feroces consecuencias económicas.

"Las bolsas mundiales se hunden, pero Moderna sube su cotización un 32 por ciento en dos días"

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La prepotencia viral es más insultante que la moral. No se trata solo de comparar con la respuesta nula ante la aparición de la variante delta en la India, casualmente el país que fabrica los ingredientes de las vacunas y medicamentos de Occidente. También España puede ofrecer un ejemplo de mala praxis estadística lacerante, ligada a la pandemia.

En el primer año de la era COVID, España rebajó súbita y abruptamente la cifra de muertos asociados a la pandemia. Se trataba de perder la triste condición de país del mundo con mayor mortalidad, rebajando a 54.000 las cifras oficiales de 2020. La realidad del exceso de fallecimientos esperados disparaba esa cantidad en decenas de miles de defunciones adicionales, con el retraso obligatorio y encubridor de los resultados oficiales.

La desfachatez no cursó sin consecuencias reputacionales. Tim Harford, gurú mundial de la difusión de datos numéricos, rebajó en el “Financial Times” los recuentos españoles de víctimas mortales al nivel de datos basura. Volvía a confirmarse la calificación del país con las estadísticas menos fiables de la Unión Europea. Es solo un ejemplo próximo del funcionamiento en la gestión del COVID de Estados que deciden sobre el confinamiento ajeno.

Es posible que la subsanación de los errores cometidos no hubiera evitado la muy delicada situación epidemiológica del planeta. Por acabar con un tono positivo, se habla de un coronavirus extinguido espontáneamente como un animal fabuloso en Japón, donde no se pueden acordar restricciones forzosas.

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