Opinión | El correo americano

Biografías

Contar la vida de otro no es un asunto sencillo. ¿Hasta qué punto uno no está apropiándose de una voz ajena, manipulando unos recuerdos que no le pertenecen y que, por lo tanto, nunca podrá comprender del todo, especulando psicológicamente sobre las intenciones de un individuo? Richard Ellmann pretendió explicar a Joyce a través de su obra, buscando entre las páginas de sus libros personajes, frases o diálogos extraídos de la vida del autor. La suya está considerada como una de las grandes biografías de la historia. Robert Caro no solo indagó en los archivos de Lyndon Johnson: recorrió los pasos que dio el presidente, viviendo donde este vivió, desplazándose al Capitolio para intentar comprender lo que pudo haber sentido el político texano cuando vio por primera vez el reflejo del sol en la ventana del edificio neoclásico.

Algunos conviven tanto tiempo con sus biografiados que acaban empatizando con ellos; apoyan sus causas y manifiestan desprecio por sus adversarios. Ron Chernow, tras publicar su libro sobre Hamilton, decía no tener mucha simpatía por James Madison (quienes han visto el musical saben que la pareja Jefferson-Madison no sale muy bien parada en la versión hamiltoniana de la historia). David McCullough dijo algo parecido sobre Jefferson después de pasar un buen rato de su vida con los Adams. La opacidad de Reagan sacó de quicio a Edmund Morris, quien, en Dutch, al ser incapaz de descifrar a su objeto de estudio, decidió “imaginarse” los pensamientos del presidente republicano penetrando peligrosamente en el territorio de la ficción (el experimento generó bastante controversia y erosionó por un tiempo la reputación del historiador). El libro llevaba el imposible subtítulo de Memorias de Ronald Reagan.

Joseph McBride se desplazó a Irlanda para conocer los orígenes de John Ford, un hombre que siempre desorientó a sus biógrafos con evasivas y lacónicas respuestas, que huía deliberadamente de la grandeza artística que le atribuían. Su libro, por supuesto, no solo aborda la filmografía del director de Centauros del desierto; es también una memoria sentimental del biógrafo y un estudio sobre la identidad estadounidense. Con Frank Capra, McBride hizo algo más: exponer las contradicciones del populista atormentado. No se trata solo de la vida de un cineasta; es la vida de una nación y sus (ideologizados) cuentos de hadas. Del mismo modo que Joseph Frank recurrió a Dostoevsky para explorar la Rusia decimonónica e Isaac Deutscher a Trotsky para recuperar la revolución traicionada. Las grandes biografías no se limitan a narrar la vida y la obra de alguien, sino que nos presentan una tragedia, en el sentido clásico del término, con la cual estudiamos la condición humana: el poder y la traición, el crimen y el odio, la guerra y el heroísmo, el fracaso y el éxito separados el uno del otro por tan solo un suspiro. Las biografías son empresas Shakespearianas. Con ellas, como sucede en Estados Unidos, también se construye un país.

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