A la vista de cómo transcurren sus plenos, casi nadie salvo, quizá, sus señorías– debiera extrañarse por el creciente desinterés mediático en los asuntos parlamentarios. Especialmente en las sesiones llamadas “de control”, en las que la oposición debería tomar las medidas a la actuación de la Xunta y esta, explicarlas con todo lujo de detalles, que para eso se llaman como se llaman. En la práctica, es raro el día en que los debates no se parecen más a un western en el que en vez de vaqueros contra indios, el argumento se refiere a encuentros entre pistoleros en los que, al estilo de los medievales “juicios de Dios”, la victoria es siempre para el “bueno”, con el “malo” derrotado y casi siempre difunto.

En la Cámara pasa algo parecido, con la diferencia de que el “justo” es el que tiene más escaños –o los suma en un momento determinado– y el réprobo, el que menos. De ahí que el antes citado interés decadente del público se centre, aburridos todos del mismo argumento, en los duelos directos entre protagonistas: al menos aportan morbo, que en la política actual es casi todo lo que se puede pedir a los actores, incluyendo a los protagonistas. Resumiendo todavía más la idea, el espectador se queda con un par de frases agudas o más críticas de lo habitual, y los media, por lo general, en las que permitan titulares más atractivos.

Y buen ejemplo de cuanto se expone –a modo de opinión personal, como siempre– fue la sesión de esta semana: con los duelistas habituales –los señores Feijóo y Caballero y la señora Pontón, los dos últimos portavoces de la oposición–, que preguntaron directamente por las cuestiones que agobian a la gente del común, empezando por la sexta ola del coronavirus y qué piensa hacer Sanidad por si acaso toma fuerza, o si hay propuestas acerca del modo de atenuar el IPC desbocado o de debatir cómo se pueden evitar, desde Galicia, el enflaquecimiento industrial que padece este Reino y que deja a demasiados trabajadores al borde del desempleo, situación que una parte de sus señorías conoce de oídas.

La que anduvo más cerca de la realidad fue doña Ana, pero con cierto desenfoque: citó la tensión social y las decenas de millares de personas que salen a la calle para exponer su descontento, pero endosó la responsabilidad al presidente gallego, cuando es más cierto que los protestantes clamaban contra el Gobierno de Sánchez antes que de cualquier otro. Y la respuesta de don Alberto siguió el método Ollendorf en su estilo más puro: una hablaba de quejas ciudadanas y el otro del apoyo del Bloque a Bildu y sus manifestaciones independentistas. Ambos estuvieron a la altura del OK Corral, aunque sobrevivieron al tiroteo, pero en apariencia ganó más el presidente que la lideresa, acaso porque su claque es bastante mayor. Son las ventajas que da la democracia.

El otro duelo fue menos atractivo: el señor Caballero, don Gonzalo, acaso previniendo una réplica alusiva a su derrota interna reciente, no pareció el mismo de sesiones anteriores y en lugar de críticas expuso iniciativas. Por ejemplo –“cuando acabe la pandemia”–, concretó- la conveniencia de reformar el actual Estatuto de Autonomía de Galicia. La réplica presidencial pareció apenas una colleja, pues le dijo a su contrincante que “el asunto no está entre las preocupaciones de la sociedad”. Y puede que el señor Feijóo tenga razón, pero eso no invalida la sugerencia. Es posible que el recurso para evitar el maltrato que a este país propinan Moncloa y su orquestina sea desarrollar en toda su capacidad el actual Estatuto, que no lo está, y mientras, ir preparando una reforma que lo equipare al vasco o al catalán, para que se hagan realidad en serio lo de las tres nacionalidades históricas. Y que nadie se lleve las manos a la cabeza: no se proponen las mismas conductas que las de los separatistas de ERC o la parroquia de Puigdemont, ni la independencia por etapas del PNV o a la brava de Bildu, sino actualizar el texto básico de Galicia y ponerlo a la altura de los tiempos y en los niveles que permite la Constitución. Ni más, ni menos.