Habría sido una ingenuidad, tal como están las cosas, esperar que de la reunión de los ocho presidentes en Santiago saliese algo más que una declaración de excelentes intenciones. La principal, agenda en mano, orientada a lograr justicia en la futura financiación autonómica. Y, efectivamente, lo era –una ingenuidad–: repasado el texto firmado por los asistentes; petición de que la extensión y la población no resulten los únicos criterios para el reparto y que se tuvieran en cuenta otros como la dispersión e incluso la media de edad de los habitantes, factores ambos de encarecimiento especial en la prestación de servicios públicos. En pocas palabras, justicia para todos.

(Es lógico, además, porque la población cuenta, pero del mismo modo a la hora de sus derechos –y desde luego a esos servicios esenciales, desde la sanidad a la educación– y obligaciones. Y nada hay en la política presupuestaria –lo que legitima la sospecha sobre el resto– de esta coalición PSOE/Podemos que garantice lo de suum cuique tribuere, dar a cada uno lo suyo, que los latinos consideraban equidad. Eso sí: los datos demuestran el sectarismo lingüístico, que no es lo mismo que la igualdad, y explican por qué en España, hoy, el trato que se recibe depende de que se apoye al Gobierno o no.)

En este punto ha de quedar claro un punto de vista personal: en materia de financiación, desde que se creó el sistema, nadie se ha declarado nunca satisfecho del todo, y la discrepancia fue la constante. Pero hasta hace tres años, más o menos, el reparto, aunque desigual –Euskadi y Navarra con sus conciertos especiales y Cataluña, agasajada de facto por todos los gobiernos democráticos para calmar sus separatismos– ni se sometía a la cautividad del voto parlamentario de grupos de ideología y objetivos diferentes y, en teoría, contradictorios.

Ahora ocurre que, mientras los cinco presidentes socialistas, dos populares y un regionalista se esmeraban en proclamar sus esperanzas, y los primeros –por si acaso– en dejar claro que no había postura conjunta de rechazo al Gobierno, se aprobaban unas Cuentas del Estado para 2022 en la dirección opuesta a lo que se planteaba en Compostela. De ahí el escepticismo expuesto, por más que la cita en sí misma signifique que en estos Reinos aún quedan políticos que pueden hablar, y hasta acordar, unos con otros. Lástima que el señor Feijóo no aspire a la Moncloa.)

Así las cosas, quizá el auténtico problema de fondo es que el esquema de financiación autonómica, tal como está ahora, no tiene solución. Seguramente porque es el desarrollo de una idea que no formaba parte de las tesis inicial de los padres de la Constitución. Orientada en lo político/territorial a encajar los nacionalismos periféricos en un Estado distinto al anterior, se convirtió en el “café para todos” del entonces ministro Clavero, y en vez de resolverse la cuestión principal, se convirtió en términos financieros en diecisiete, más dos ciudades autónomas. Un galimatías que ha ido tirando hasta que las costuras han llegado a un punto de no retorno. Por eso en el marco de la Declaración de Santiago falta una cosa: reclamar que se de a luz un sistema más adaptable a la realidad actual, no a la de 1978.