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DESDE MI ATALAYA

Manuel Torres

Carácter crítico marinense

Alguien ha llegado a decir que los marinenses, con nuestro peculiar individualismo, nuestra actitud hipócrita y nuestro personalismo egolátrico a ultranza, nos hemos cerrado herméticamente al conocimiento y a la comprensión de nuestros convecinos, mostrándonos, en cambio, incondicionalmente abiertos a una ingenua admiración por todo lo ajeno, que percibimos siempre rodeado de un halo de cierta admiración exagerada. Boquiabiertos ante cualquier medianía procedente de cualquier parte, somos ciegos para reconocer el valor de la personalidad alcanzada por nuestros propios convecinos. Alabando sin medida al extraño, ejerciendo la más despiadada e infundada critica negativa al prójimo marinense. Receloso acaso, pareciendo deberse a un complejo de inferioridad, arremetiendo contra sus convecinos por el simple hecho de servir o valer más.

Esto ha producido ese fenómeno, tan peculiarmente distinto de su carácter, de negarse a toda colaboración, en cualquier empresa pública, de inhibirse de todo el proceso de la vida local, en sus diversas manifestaciones, y mostrar una despiadada crítica destructiva. Y cuando como consecuencia de esta división, de esta enemistad social, de esta falta de contacto y convivencia, de identificación y de disgregación de fuerzas, faltos de la imprescindible unidad de acción, salvo en excepciones muy raras, los acontecimientos llevan a nuestra villa por el camino de la decadencia, producida propiamente en los elementos que, en otros tiempos, ganaron para Marín y su puerto un rango internacional, con su comercio con ultramar y su floreciente flota de bajura y altura, que han sido los factores básicos de nuestro desenvolvimiento y progreso.

Si esto es así, es necesario cambiar nuestra manera de ser, pero no cualquier forma, debemos cambiar para creer en nosotros mismos como colectivo, porque de lo contrario no llegaremos a ningún sitio. Debemos cambiar para crecer. Los marinenses debemos sentirnos orgullosos de serlo, y deberíamos alegrarnos de nuestros convecinos cuando se lo merecen, y no deberíamos entusiasmarnos tanto con los foráneos. Deberíamos defender a ultranza nuestra identidad, nuestra historia y nuestro futuro.

Por ello es necesario activar aquello que en un tiempo se llamó las “fuerzas vivas”. Debemos unirnos en una meta común, que no debe ser otra que la del crecimiento y desarrollo, porque llevamos una década perdiendo habitantes. Para lo que es necesario unas “fuerzas vivas” que apoyen y refuercen las decisiones para el crecimiento de nuestra villa, de lo contrario estamos a las puertas de la catástrofe como pueblo. Y entonces ya será tarde.

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