En 2019, el historiador británico Nigel Hamilton presentó el tercer y último volumen de su biografía sobre Roosevelt que se centra exclusivamente en el papel del presidente estadounidense como comandante en jefe durante la Segunda Guerra Mundial. Si bien es cierto que se han publicado un buen número de libros sobre la labor que desempeñó el político demócrata en la Casa Blanca (reformas económicas durante la Gran Depresión, el nombramiento de jueces para el Tribunal Supremo, etc.), poco se ha escrito sobre su liderazgo en el conflicto bélico y sus contribuciones en el campo de la estrategia militar. Dicha escasez, según Hamilton, se debe sobre todo a la popularidad de Winston Churchill. Roosevelt murió en 1945, antes de que se arrojaran las bombas nucleares sobre Nagasaki e Hiroshima y se produjera, como consecuencia, la esperada rendición de Japón.

Churchill sobrevivió a la victoria de la guerra y, a diferencia de Roosevelt, pudo dar a conocer su versión de los acontecimientos. Hamilton, sin embargo, dice que la publicación de las memorias de Churchill supuso “un gran día para la literatura pero un mal día para la historia”. El Premio Nobel que le concedieron en 1953 al primer ministro británico, señala el historiador, no hizo sino contribuir a que se siguiera mitificando su figura (facilitando también su regreso al gobierno) a costa de algunas inexactitudes sobre su influencia en las decisiones que se tomaron en la guerra. Entre ellas la Operación Overlord, el desembarco de Normandía, por el que Roosevelt abogó más que nadie, incluso contra las reticencias del propio Churchill, quien, según nos dice el autor, al estar preocupado por la inevitable decadencia del Imperio Británico, quería dirigir su atención hacia Italia y a las islas griegas, retrasando la llegada de los soldados aliados a la costa francesa.

"Churchill se convirtió en un mito. Y Roosevelt no tiene obra literaria. No solo vale con vivirlo; también hay que saber contarlo"

Hamilton, que dice ser un admirador de Churchill, no resta importancia al hecho de que este fuera uno de los primeros en señalar a Hitler como el enemigo existencial, o que supiera detectar, con más astucia que su homólogo estadounidense, las peligrosas ambiciones de Stalin. También tiene en cuenta sus brillantes discursos, tan determinantes en el combate, su demostrada valentía física, su arrojo y sus probadas virtudes como estadista y como escritor. Churchill, además, era capaz de beber unas cantidades ingentes de alcohol sin perder la elocuencia y manteniendo inverosímilmente la compostura. Algunos de sus asesores dejaron constancia de ese intenso y variado consumo. Solía desayunar a veces con vino blanco. El almuerzo lo acompañaba con una botella de brandy y una de champán. Después de la siesta se tomaba dos o tres whiskys con soda. Luego, a la cena, abría otra botella de champán y otra de brandy para acabar el día con otra ronda de whiskys con soda. Roosevelt fue tan importante como Churchill (o más que Churchill, según Hamilton) en la derrota del totalitarismo nazi. La diferencia es que Churchill se convirtió en un mito. Y Roosevelt no tiene obra literaria. No solo vale con vivirlo; también hay que saber contarlo.