La obsesión por impregnar de partidismo las instituciones de la justicia tuvo esta semana uno de sus episodios más vergonzosos con el arreglo pactado por el PSOE y el PP para colocar a los suyos en el Tribunal Constitucional. En el caso de los populares, después de haberse estado negando aparentemente al pasteleo, el bochorno resulta todavía mayor con un candidato controvertido metido con calzador. El cacareado regeneracionismo está claro que tiene cada vez menos adeptos entre los líderes políticos de los dos grandes partidos. En general, tampoco parece gozar de buena salud en la esfera de la opinión pública si se observa a quienes desde ella, y supuestamente alejados del propio ámbito partidista de las organizaciones, aplauden que Casado se ponga de acuerdo con Sánchez para repartirse groseramente el pastel y rebajar la credibilidad institucional con tal de que fluya el diálogo. El diálogo, siempre a vueltas con el diálogo, como si el hecho de sentarse a hablar resumiese por sí solo una democracia. Por poner el ejemplo más a mano e ilustrativo que se me ocurre, dialogar de cualquier cosa, lo que sea, con un sujeto como Arnaldo Otegi, solo contribuye a denigrarla.
La capacidad de entenderse en la política no solo es algo deseable sino obligado cuando se trata de las buenas acciones. En lo que concierne a las malas, habría que defender el desacuerdo y la falta de entendimiento. Repartirse con magistrados afines el Tribunal Constitucional, arrojando sospechas razonables sobre su falta de independencia, no creo que sea algo que aplaudir, salvo que uno sea un palmero de la derecha o un palmero de la izquierda que, como escribió acertadamente Ortega, son dos de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para seguir siendo un imbécil y, en ocasiones, formas inequívocas de hemiplejía moral. Este caso, con toda la hipocresía y sectarismo que lo rodea, es una prueba palmaria de ello.
